martes, 5 de enero de 2010

Hasta siempre


Desde chico, siempre fantaseaba con mi muerte. Pensaba en todo. Cómo sería, en dónde, qué pasaría después, me imaginaba hasta el velatorio. Siempre dije que moriría joven, puesto que así lo deseaba, nunca quise llegar a viejo y ser ese abuelo que es visto más como una carga que como el ser humano que fue capaz de formar su propia familia y sacarla adelante.
En mi imaginación llegué a morir de miles de maneras diferentes; muerte natural, un accidente, me mataban en un robo, y hasta me suicidé varias veces.
Debo confesar que este último era mi mayor fetiche, la mayor de mis fantasías y a la más recurría. No se muy bien porqué pero así era, quizá porque en mi interior sabía que el suicidio es una de las mejores muertes, ya que a diferencia de las otras es uno el que elige el contexto y el momento exacto en el que sucede.
Esta elección era la que más me seducía, porque me permitía elegir quienes iban a ser los que encontrarían mi cuerpo, de qué manera se enterarían mis familiares y amigos, y cuáles de ellos irían a mi velatorio y posterior entierro, aunque siempre dije que prefiero que cremen mi cuerpo.
Quizá para mi tan querido lector, mi fantasía se acerca a lo perverso, y es muy probable que así sea, pero así son nuestras fantasías privadas, aquellas que no somos capaces de develar: perversas y secretas.
¿Y si son tan secretas, por qué yo hoy la estoy exponiendo así, tan libremente? La pregunta se desprende de un razonamiento lógico. Las fantasías son sólo eso, fantasías, no las contamos porque nos da vergüenza pero sabemos que no se cumplen. Pero, quizá, para mi esta fantasía ha sido meditada tanto, pensando miles de finales diferentes, de una forma tan meticulosa, que he llegado al punto de creer y convencerme de que mi fantasía tiene que dejar de ser lo que es y convertirse en otra cosa, en algo más real, algo así como un proyecto a cumplir en un futuro. Es por ello que desde hace un tiempo hasta ahora me dediqué a trabajar en mi “proyecto”.
Una de las cosas que decidí cumplir es aquello de morir joven, y al no haber cumplido mis 30 años, me pareció que estoy en la mejor edad para morir.
Este pensamiento me abrió los ojos sobre otro tema. Es bueno que decida morirme ahora, porque no tengo hijos que mantener, no me casé ni tengo una novia que me llore. Por lo tanto, no dejo responsabilidades que cumplir ni a nadie que sufra mi ausencia. Tengo a mi familia sí, pero al igual que mis amigos, ellos seguirán sus vidas de manera normal. Yo creo que algunos, los más cercanos, les dolerá y me extrañarán en algunos momentos, pero estoy seguro que no pasará de eso. Otros, en cambio, tan sólo se sorprenderán, y dirán cosas como: “Qué pena, era un buen muchacho, porqué lo habrá hecho”, “Tan joven, tenía la vida por delante”, o quizá algunos irán más lejos con: “La verdad es que no me extraña, con la familia que le tocó al pobre, la mala junta que siempre tenía y encima no tuvo nada de suerte en la vida” jeje admitamos que siempre hay alguna de esas viejas.
Con respecto a este probable comentario sobre mi familia y amigos me gustaría que quede en claro que nada de esto es por ellos, todo lo contrario, es sólo y únicamente por mi. Desde chico siempre fui un poco mezquino y algo egoísta, y me he convencido de que el suicidio, el hecho más egoísta del mundo, es la mejor manera de concluir todo como comenzó.
De mis padres podría escribir miles de cosas y hasta podría llenar cajones enteros con defectos y virtudes de ellos, pero creo que lo que más quiero destacar hoy es que siempre me quisieron y que pese a que muchas veces no estaban de acuerdo con el camino que elegía para mi vida, a su manera, siempre me apoyaron.
Y mis amistades son lo mejor que pude disfrutar de la vida. Porque fue con ellos que aprendí a vivirla. Lamento profundamente no poder despedirme de todos y cada uno de ellos, pero tal vez, ésta sea una forma de hacerlo. Por eso me apropio de estas líneas, que de hecho me pertenecen tanto como a los lectores que siempre me siguieron y acompañaron.
A todos mis familiares y amigos sólo les quiero decir que los quiero mucho y que no sufran mi decisión, que aprendan a respetarla porque la pensé mucho.
Por último, pero no menos importante, quiero despedirme de mis lectores. Dentro de mi baúl de palabras y frases no encuentro ninguna que pueda expresar el eterno agradecimiento que tengo por haber estado conmigo en cada uno de mis escritos. Ustedes, y sólo ustedes, me dieron fuerza y ganas de abrirme y expresarme aquí. Reconozco que no soy un buen escritor y que estoy realmente lejos de serlo. Es por eso que valoro mucho más esos 5, 10 o 15 minutos que se tomaron, durante todo este tiempo, para leer mis palabras. Les estoy inmensamente agradecido y quizá por ello es que decidí escribir esto y publicarlo yo mismo para que ustedes sean los primeros en saber la noticia.
Mi más ferviente deseo es haberles dejado algo, aunque sea algo pequeñito, algo como un recuerdo de que alguna vez existió un tal Dionisio que escribía en Internet, o podría ser un poquito más ambicioso y desear que recuerden alguna frase, o porque no alguna de mis historias. Pero quizás es demasiado, porque, al fin de cuentas, debo reconocer que ya me dieron demasiado cariño todo este tiempo.
No voy a extender más este saludo porque ya me comenzaron a saltar algunas lágrimas y no quiero arrepentirme de algo que estoy lo suficientemente seguro.
Hasta siempre.
Su servidor, Dionisio.

martes, 20 de octubre de 2009

Charla para tres


Desde hace un tiempo que me he convencido que la única manera de dejar el pasado atrás es saliendo, he intentando no estar solo, ya que uno termina extrañando lo vivido, no porque extrañe a la pareja sino porque lo que se extraña es el hecho de estar en pareja. Por lo que nada mejor que estar entre amigos.
El otro día fue el cumpleaños de un amigo, era lógico que todos los que nos consideramos cercanos a él estuviésemos allí.
Francisco tiene mi misma edad, solo nos llevamos unos meses, por lo que siempre hemos sido compañeros de salidas y de eternas noches. Todo hasta que hace un año comenzó a salir con Gabriela, una de las chicas del grupo.
Ella, con sus profundos ojos grises y unas curvas dignas de contemplar, siempre estuvo en la mirada de muchos de los chicos. A mi particularmente no me gustaba, no era de mi tipo. De hecho desde que la vi, me pareció medio narigona y le restó muchos puntos desde el principio. Sin embargo la Gaby tiene, además de un físico interesante, una simpatía única; no hay forma de encontrarla de mal humor o enojada por algo, siempre con una sonrisa o predispuesta a ello.
Desde que comenzaron a salir con el “Panchito”, como le decimos a Francisco, se distanciaron un poco de nosotros. Lógico, cuando te ponés de novio los primeros meses sólo tenés ojos y oídos para tu pareja. Con el tiempo, se comenzaron a reacoplar a la vida en sociedad, hasta el día de hoy en que salen en pareja con otros chicos y se suelen divertir mucho.
Sin embargo, yo hacía mucho tiempo que no sabía nada de ellos, así que cuando llegué para el cumple, a la casa de panchito, me desayuné con la noticia de que hacía dos meses que vivían juntos.
Obviamente que me alegró por ellos y se los hice saber, primero a los dos juntos, luego a la Gaby y mas tarde a Panchito. Cuando se lo dije a él noté algo raro, no se, como que escuchó mis felicitaciones pero casi por compromiso, como si en realidad no me hubiera escuchado, o como si no le interesaría escucharme en realidad.
Me pareció rarísimo, Panchito no era así, pero pensé que quizás era una huevada mía.
En la fiesta no estuvieron nunca juntos, ella cada tanto se me acercaba, me sacaba a bailar o algo, él en cambio, casi que ni habló en toda la noche, todo muy raro.
Yo por mi lado no hice mucho, traté de disfrutar con los otros chicos y cuando venía la Gaby (cada vez más en pedo) tratar de integrarla, como siempre lo hice.
Aún así, la situación me incomodaba un poco, así que decidí irme a casa medio temprano, saludé a todos mis amigos, me despedí de Gabriela y fui a saludar a Panchito.
El me acompañó hasta la puerta de su casa, y antes de que me vaya me dijo: “Mañana te llamo porque tenemos que hablar”.
No voy a negar que esas palabras me taladraron la cabeza lo que quedaba de noche y que me costó mucho trabajo conciliar el sueño, pero intenté mantener la calma, después de todo no sabía sobre qué me quería hablar.
Al día siguiente, alrededor de las 4 de la tarde, suena el celular; era él: “¿Estás en tu casa? En 10 minutos te paso a buscar en el auto”, me dijo.
No me dejó espacio ni siquiera a responder ni mucho menos a preguntar algo, me cortó así nomás; seco.
Puntual como siempre, 10 minutos más tarde pasó por la puerta del edificio. Yo ya estaba esperándolo abajo, listo.
Subí al auto y arrancamos.
Intenté cierto diálogo, pero él, serio e inmutable, me dijo: “Ahora cuando lleguemos hablamos”.
Así que ahí estaba, callado, confundido y hasta sorprendido por la situación, sin entender absolutamente nada de lo que sucedía con mi amigo y por qué me trataba así.
Salimos de la ciudad e hicimos un par de kilómetros por la ruta. De golpe detiene el auto en medio de la nada y me dice: “Bajate acá Dionisio”
La verdad es que cada vez entendía menos, pero accedí y me bajé. A los segundos se baja, pone la alarma del auto y me dice que lo siga.
Una vez más le hago caso y caminamos por el medio del campo un par de metros, hasta que, conforme con el lugar, dice: “Aquí está bien”
- Ahora me podés explicar qué es todo este circo – le digo ya medio caliente
- Mirá loco, a vos te conozco hace años y siempre fuiste mi amigo, siempre nos dijimos las cosas, cara a cara, y por eso te traje aquí: para que nos las digamos de frente y que pase lo que tenga que pasar.
- Pero ¿qué va a pasar? Explicáme porque no entiendo nada.
Con los ojos medios nublados de lágrimas, producto de la bronca o de la tristeza, o quizás de la mezcla de ambas cosas comenzó su relato.
- Hace dos semanas me dijeron que vieron a Gabriela entrando a un hotel alojamiento con otro tipo. Al principio no le creí a esa persona, viste que siempre hay gente mala leche que habla boludeces de envidiosa nomás, pero después la fui pensando. Además, a la Gaby la notaba medio rara, como nerviosa, no se como explicarlo, pero cada día que pasaba estaba más seguro que la Gaby no era la misma y que en algo andaba. Un día no aguanté más y la encaré, así, de una. Le dije todo lo que había visto en ella, lo que me habían contado y que no me podía mentir porque yo me estaba dando cuenta que en algo andaba. Y ¿sabés lo me dijo?
- No – le respondí
- Que sí, que era verdad, que estaba saliendo con un tipo. ¿Podés creer? Ni siquiera intentó negarlo, lo dijo así nomás, como si fuera lo más natural del mundo. Y, como para asegurar la estocada, cuando le pregunté si yo lo conocía me dijo que sí, pero que no me iba a decir quien era. Pero que era un amigo mío y que no tenía que ser muy inteligente como para descubrirlo. Y aquí estamos compañero, te estoy dando la oportunidad de que me digas la verdad, y si nos tenemos que reventar a trompadas en este descampado no haya nadie que nos separe.
Yo la verdad es que me quedé sin palabras, me sorprendió ya la confirmación de Gabriela, porque si bien siempre la vi como una mina muy divertida nunca me imaginé que podría hacer algo así; y la acusación de Francisco me terminó por descolocar, con lo que no encontraba herramientas para defenderme.
Lentamente fueron saliendo palabras de mi boca, y fui intentando que mi amigo entre en razón, por lo menos con respecto a mi. Yo siempre la miré a la Gaby como una amiga, nunca me gustó y, además, yo no era así, siempre fui muy respetuoso con las mujeres de mis amistades, y eso él lo sabía desde siempre. Y si aún no fuera así, mis horarios y los de ella eran totalmente opuestos, no había forma ni momento. Por suerte se convenció de que yo no era el “mal amigo”.
Ya calmados volvimos al coche y emprendimos la vuelta a casa. Pero no me la dejó fácil.
- Está bien Dionisio – me dijo- te creo cuando me decís que no sos vos el que me cagó, y confío en vos y en nuestra amistad. Sin embargo no puedo dejar las cosas así, necesito pedirte algo.
- Lo que sea- le dije.
- Quiero que hables con Gabriela y que me ayudes a saber quien es.
No hay nada peor que meterse en medio de una pareja, yo siempre lo he dicho y siempre lo he sabido, por eso he tratado de huir de este tipo de situaciones. Pero aquí no podía hacer nada: lo tenía a mi amigo con lágrimas en los ojos por la mujer que amaba. ¿Cómo decirle que no lo iba a ayudar? Así que, pese a que no me gustó mucho la idea, le dije que si, y que íbamos a ver qué se podía hacer.
Regresé a casa, todavía nervioso por la situación, me acosté pensando en Francisco y en lo mal que se debe sentir, en lo duro que debe ser convivir día a día con la mujer que te engañó con un amigo y en lo doloroso que debe ser saber que tenés un amigo que no sólo te engañó con tu mujer, sino que nunca tuvo el coraje de decírtelo y encima se sigue disfrazando de amigo.

Su servidor Dionisio.

jueves, 17 de septiembre de 2009

Mis primeros besos


Hasta no hace mucho tiempo sabía manejar tan sólo el msn, ahora escribo un blog y de a poco fui conociendo algunas de las innumerables redes sociales de Internet que hoy existen. Amigos y amigas me invitaron a participar de estas nuevas maneras de comunicarse y conocerse. Al principio, como todo, no sabía cómo usarlas y ni para que eran usadas. Luego, con el tiempo, aprendí que no son tan difíciles como parecían en un primer momento y que sirven entre otras cosas para reencontrarse con viejos conocidos.
Hace poco, en una de estas redes sociales, me encontró un compañero de la primaria, y ya hábiles en esto de Internet nos intercambiamos correos y comenzamos a chatear. Darío fue compañero mío desde segundo grado hasta séptimo, momento, en ese entonces, en que los chicos solían egresar de la primaria para pasar al primer año del secundario; hoy la verdad es que no se cómo es, en definitiva cambiaron tantas veces que me mareó un poco, y al no tener hijos uno se queda afuera de estos cambios.
Mi ex compañero me hizo recordar muchas cosas lindas: charlas, juegos y travesuras que compartimos juntos, y con Javier, otro de mis inseparables amigos de la escuela; recuerdos verdaderamente hermosos. Pero lo que más me agradó recordar, fue algo que me pasó en sexto grado, y que la verdad me había olvidado completamente. Y sinceramente, no se cómo Darío se acordaba de un hecho tan insignificante para su vida, y yo me olvidado completamente, siendo que había sido algo casi trascendental para la mía.
Yo desde siempre estuve cuasi-enamorado de Cecilia, pero nunca me animé a decírselo, y los únicos que lo sabían eran Darío y Javier, mis dos inseparables amigos, mis hermanos de la vida, mis confidentes, aquellos que nunca podían traicionar algo tan elemental y básico como el código de la amistad.
El “Día del estudiante”, día en el que se realizaban innumerables y eternos festivales dentro y fuera del pueblo, era un día mágico, la juventud salía y se hacía dueña de la calle, y en cada plaza había decenas de chicos disfrutando de su día. Los muchachos, por lo general, al principio jugábamos a la pelota solos pero luego, tal vez empujados por algún instinto extraño de participación mixta, invitábamos a las chicas a unirse al grupo haciendo el clásico “mezcladito”.
Mas tarde, nos juntábamos a jugar a aquellos juegos que nos daban vergüenza pero que nos permitía estar cerca de “robarle” un beso a la nena que nos gustaba. El Semáforo, La Botellita y el Verdad o Consecuencia eran lo ideal para estos fines.
Yo siempre me ligaba los cachetazos de todas las chicas, y para no ser menos Cecilia también me los daba. Pero este año iba a ser distinto yo tenía un plan.
Aquel 21 de septiembre, cuando el calor seco del pueblo se comenzaba a hacer sentir, un rato después de jugar a la pelota, vi a Javier justo cuando se estaba tomando la coca de Darío, y este no tardó en notarlo y se le fue encima. Yo había visto toda la escena de lejos, me acerqué sigilosamente a los dos y les dije que eran unos tarados por pelearse por una huevada así, agarré la latita de gaseosa y la tiré al piso y la pisé ahí mismo, delante de esos dos gladiadores que se la estaban disputando.
¡Para qué hice eso! A Javier no le importó nada, total el ya había tomado, pero Darío me quería comer crudo, pero no lo hizo. Inteligente, se fue enojado pero calladito, directo a planear su estrategia de venganza.
- Parece que el gil se enojó en serio- me dijo Javier sorprendido pero con una risa complice.
- Ma si, que se enoje- le respondí.
Pero me quede pensando eso si. ¿Qué iría a hacer este?, yo lo conocía muy bien y sabía que algo tenía entre manos.
Ya aseaditos y frescos, estábamos listos para ir, como aquellos príncipes enamorados, en busca de nuestras princesas.
Cuando llegamos no estaba Darío, algo que nos llamó la atención, el no era de perderse tamaño acontecimiento. Justito antes de comenzar con La Botellita, aparece con Martita, otra de mis compañeras, la más revoltosa y picarona de todas.
- ¿Qué le pasa a estos dos? ¿Viste la cara que tienen? Estos hicieron algo- me resopló Javier al oído poniéndome más nervioso de lo que ya estaba.
Nos juntamos en una ronda los chicos por un lado y las chicas por el suyo, como planificando estrategias y para asegurar que nadie se lleve la chica del otro. Era sencillo con una simple seña los amigos iban a asegurarme este año que mi tan amada Cecilia me de un beso. Que para mí, no era solo un beso cualquiera, era “Mi primer beso”, el que estuve reservando año a año para dárselo a ella.
¡Pero no! Resulta que el atorrante de mi “amigo” le contado, en secreto, la idea a la Martita, la que obviamente se sintió estafada tras la tamaña dimensión del plan y ya había ideado uno propio para “darme una lección”.
No se como será en el resto del mundo, pero en mi pueblo, el juego es el siguiente: la botellita gira y la punta de la misma, es decir de donde se bebe, marca a el o la que elije su pareja, como si fuera un “pan y queso” para elegir jugadores; cada uno se pone de espaldas al otro y a la orden de 3 giran la cabeza juntos hacia uno de los lados, si coinciden en el lado se dan un beso (un piquito nada más, aunque no me sorprende que hoy se pase a uno más grande) y si no viene a cachetada. Y el plan de Martita fue muy sencillo, habló con todas las chicas y les contó de mis verdaderas intensiones, y se pusieron de acuerdo para saboteármelas. Por lo menos tuvo la decencia de no decirle nada a Cecilia, así que ella nunca se enteró del plan y del “contra plan”.
Así fue que todas las chicas me eligieron a mí, y absolutamente todas me dieron un beso. Sí, todas menos Cecilia, que por indicación de sus amigas giró la cabeza para el lugar indicado y muy gustosa me pegó, como de costumbre, una fuerte cachetada.
Y de esa forma se vengó mi amigo de haberle tirado al suelo la gaseosa del día del estudiante. Y yo en vez de darle mi primer beso a mi Cecilia, se lo terminé dando a todas las chicas del aula, menos a ella.
De aquello pude aprender dos cosas: primero que no debía meterme en una discusión ajena, y lo segundo, pero más importante, es que no debía, bajo ningún punto de vista, intentar engañar a las mujeres.

Su servidor, Dionisio.

sábado, 15 de agosto de 2009

Lo difícil que es conocer mujeres


Desde aquel día en que Sofía me dejó las cosas no han dejado de ser difíciles para mí. Al principio, en un intento de demostrarme a mí mismo que me quedaba algo de orgullo, estuve solo. Algo que no recomiendo: grité en silencio, escribí mil llantos en eternas hojas que nunca saldrán a la luz e intenté en vano olvidar lo que era inevitablemente que recordara a diario. La herida sangraba y parecía no cerrarse nunca. Me pregunté mil veces en qué había fallado, y no encontré nunca una buena respuesta. Todo aquello hasta que por fin descubrí que solo no iba a poder salir. Y fue entonces cuando comencé a escuchar a mis amigos y pude ir saliendo de mi propio karma. Allí, en medio del infierno, estuvieron mis amigos: incansables guerreros, luchando día tras día, escuchando y remando conmigo.
Pero el “salir” no sólo consiste en “olvidar” al viejo amor. Consiste también en abrirse paso en la vida, comenzar a salir y darse la oportunidad de conocer a alguien más. Y a mi edad esta última parte es la más difícil.
Eso de salir y retomar “el ritmo” lleva su tiempo. Lo primero que me dijeron es que debía renovar el guardarropa. La primera vez que salí, a tomar algo por ahí un viernes, me comí la gastada de la noche, porque fui con camisa, pantalón de vestir, zapatos y un bucito alrededor del cuello.
“Así se viste mi tío los domingos”, me decía Juan.
Ese mismo sábado por la mañana un amigo me llevo a comprar un pantalón de esos anchos y modernos, una remera manga larga que tiene unos estampados horribles y unas zapatillas blancas que yo usaría para ir al rio a tomar mate.
Tras aprender mi primera lección, quedaba la segunda: “La ropa y la plata no consigue nada por si sola”. Si señores, ese era recién el comienzo.
Volver a entrar a un boliche, con la intensión de conocer a alguien después de tanto tiempo, es una sensación rara.
-Hoy conoces una minita seguro- dijo uno de los chicos, mientras yo admiraba a una de las promotoras que estaban en la puerta.
Yo cauto, aunque confiado por mi pasado arrasador en los bailes regionales de mi pueblo, sólo dije: “Ya veremos…”, dejando un pequeño lugar a los imponderables.
Lo primero que fui notando es que no sólo la música que pasaban era distinta a la que acostumbro a escuchar, sino que se baila totalmente diferente a lo que yo acostumbraba en “mis épocas”.
Aún así, y refortalecido por los ánimos de mis compañeros de travesía, tomo valor (entre muchas otras cosas que comienzo a tomar) y miro la situación con un inesperado optimismo.
Luego de casi dos horas de estar parados en la barra tomando no sé qué cantidad de ingestas alcohólicas y de escuchar interminables comentarios de los muchachos sobre las mujeres allí presentes, decidí que para mí era suficiente.
Hizo falta que les diga eso a mis amigos para que comenzaran con que no me podía ir sin haber conocido a alguien. Yo, con mi estado, no tuve argumentos válidos ante una catarata de comentarios que ejercían una notable presión ante mí y a mi ya perdida conciencia.
-Encará allá- me dijo el “Perro”, señalándome a, seguramente, la más sexy del boliche.
Sus largas piernas se deslizaban por el boliche, y en cada paso parecían encenderse las baldosas del piso. Nadie podría siquiera suponer que una mujer así me daría cierta oportunidad siquiera a hablarle. Pero ellos sí.
“¿Estos son amigos o enemigos?”, pensé cuando el “rata” se fue hasta donde ella estaba bailando su “reggaetón” y comenzó a hablarle, mientras que me señalaba a lo lejos.
No sé cómo pero el loco, con su increíble labia y poder de convencimiento, no sólo logró convencerme a mí de bailar con alguien esa noche, sino que convenció a aquella chica de bailar conmigo. Y allí estábamos: la más sexy con el más nabo. “Se cumple la regla del embudo”, deben haber dicho varios, y no los culpo. Si yo me hubiera mirado desde lejos también lo hubiera pensado.
Recuerdo poco, por suerte. Sólo sé que me paré allí, moviendo ridículamente las manos, sin levantar los pies, mientras que ella, diosa total, bailaba una de esas canciones del tal Daddy Yanky. Sabiendo que estaba pasando uno de los mayores papelones de mi vida, casi desesperadamente comencé a mirar a mis amigos, creo que esperando a que vengan a “salvarme” de una peor humillación. Qué errado que estaba, lejos de ello mis amigos me hacían gestos de aprobación, levantándome el pulgar.
Mi transpiración comenzaba a develar mi nerviosismo. Y si aquello, de que no podía coordinar los pies y el intento de que no se note cuán tarado me sentía, fuera poco iban pasando los temas musicales. Según mis amigos sólo fueron dos y medio, pero para mí fueron como veinte.
La cosa es que yo a la chica nunca le dije nada, ni un “hola”. No sé, no me salía. Obviamente, al cabo de unos breves minutos me dejó de florero en mitad de la pista liberándome de la tortuosa situación. Aquel “me voy con mis amigas” fue el sello de una noche, de tantas otras que seguramente deberé pasar.
La edad me está sacando boleta y mis amigos se empeñan en recordármelo todos los fines de semana. Lo peor es que, siempre, al retornar a casa, con las zapatillas nuevas pisadas hasta los talones, pienso en mi vida y en lo difícil que será conocer a ese alguien.
Su servidor, Dionisio.

jueves, 16 de julio de 2009

Mi mejor amiga


No dejo de extrañarla. Sus ojos se clavan en mi nuca, todavía siento su perfume en mi casa y su sonrisa no deja de perseguirme ni un solo instante.
Maldita la hora en que la conocí. Me llena de bronca haber vivido y haber disfrutado tantas cosas con ella, porque no la tengo y es eso lo que hoy no me permite olvidarla.
La conocí hace muchos años. Recuerdo aquel día como si fuera ayer, aunque de esa época, en la memoria sólo me quedó aquello: cuando entró al aula por primera vez.
Lo hizo de una forma imponente, radiante, como cada vez que entro y salió de mi vida. Ese día tenía un delantal blanco y una pollerita azul, dos coletas en el pelo, y en su rostro millones de dulces pecas que la hacían aún más hermosa.
Durante todo el colegio no hice otra cosa que pensar en ella y tratar de acercarme, y aunque siempre intentaba disimularlo, era tan obvio que todo el mundo lo percibía. Con el tiempo, ese “amor juvenil” se fue arrinconando a un costado y le fue ganando espacio un cariño distinto: un cariño de amistad.
Con Cecilia fue así, casi sin darnos cuenta nos hicimos amigos. Y cuando mejor nos llevábamos se cambió de colegio y desapareció de mi vida.
Yo, obviamente continué con mis cosas: conocí muchos amigos y otras tantas chicas.
Al terminar el colegio me embarqué a la gran aventura que fue venirme a una ciudad tan grande como esta. Y el destino, casi burlándose de nuevo de mi, en mi primera salida me la cruza.
Tal vez porque no soy poeta, o porque no tengo la prosa suficiente, me cuesta horrores expresar lo que sentí en ese instante en que la volví a ver después de tantos años. Me es difícil incluso escribirlo porque esa imagen, aún hoy me acompaña y todavía me paraliza, como lo hizo aquella vez. Recuerdo que me puse nervioso, que no supe bien qué decir, qué contar, qué preguntar. Que el corazón me latía muy rápido y que, como un bobo, la situación misma me daba vergüenza.
Por suerte, ella tuvo, como siempre, la tibieza necesaria y suficiente para darme su dirección.
Pero tampoco fui a su casa desesperado. Por el contrario, me tomé un tiempo prudencial. Intente mantener la calma y dejé pasar unos días. Claro que mientras tanto no dejé de pensar ni un segundo en ella.
Cuando al fin nos encontramos en su casa, en donde vivía sola, comenzamos a charlar, a recordar travesuras, y tantas cosas vividas juntos. Nos contamos muchas cosas de nuestras vidas: de las cosas ya hechas, de las por vivir, de los objetivos.
Fue como si, no se… Esos momentos raros que a veces se le presentan a uno: como si nunca nos hubiéramos separado pero al mismo tiempo si.
Ella estudiaba lo mismo que yo, y hasta iba a la misma facultad. “Gracias Dios”, pensé por dentro cuando me lo contó, al tiempo que me daba un abrazo.
Estaba de novia. Algo que a mi no me preocupaba tanto, ya que yo estaba más contento de recuperar a mi amiga que a aquella chica que me gustaba.
Más tarde conocí al novio. Pibe piola, del interior también. No nos hicimos amigos nunca. Tal vez porque él, en el fondo, sabía algo que yo todavía no, o sí, pero que no lo quería aceptar. A mi Cecilia me gustaba, y nunca me iba a dejar de gustar.
Y así pasaron dos años, compartiendo cosas y disfrutando de la mejor de las amistades. Yo, con las chicas iba y venía, nunca tenía nada fijo; y ella por su lado estaba con su chico al parecer bien.
Sin embargo un día, de la nada, me llama y me cuenta que habían cortado para siempre, porque descubrió que él salía con otra flaca.
Yo la verdad no lo podía creer, si bien el loco era medio fachero, también era un salame incapaz de mentir hasta en el truco. A parte, la tenía a ella que era casi perfecta. Pero bueno, como dije “era un salame”.
Le dije que se tranquilizara que al principio iba a doler pero que tarde o temprano iba a pasar, que contara conmigo para lo que necesite el tiempo que le haga falta. Y pasó. Pasaron dos o tres meses y ella estaba cada día mejor.
Y nosotros salíamos todos los fines de semanas, fue la mejor época, hablábamos de todo: nos unimos como nunca.
La vida, punzante como es, a veces te pone pruebas, o como dicen las viejas: “te deja el palito para ver si lo pisas”.
Una noche de esas, volvíamos los dos medio mamados (más mamados que medios). Cuando la dejo en su casa me dice que perdió las llaves en el boliche. Yo tenía en casa el otro juego, así que allá fuimos.
Cuando llegamos, pasamos, le serví un té como para pasar un poco el alcohol, y no llegamos a darle ni un sorbo. No se que habrá sido. Nos confundimos. Patinamos. No se ni qué calificativo ponerle o como describir la seguidilla de cariños y besos que nos dimos uno al otro.
A la mañana siguiente no recordábamos mucho pero si lo suficiente. Amanecimos desnudos abrazados uno al otro. Fue un momento medio tenso, debo reconocerlo. No entendíamos mucho, ni tampoco quisimos entender mucho más.
Ella se levantó, se vistió, agarró sus llaves y se fue.
Yo intenté detenerla para conversar sobre lo que había sucedido, pero fue en vano. Sólo dijo: “Después hablamos”.
Pasamos un mes sin hablarnos. Cuando al fin tomé valor y me decidí ir a su casa, me llama por teléfono y me dice que estaba en el aeropuerto, que se iba a Europa, y que no sabía cuándo volvería, si es que alguna vez lo hacía.
Por más que intenté convencerla, no hubo caso, ya lo había decidido.
Cada tanto me envía un mail para navidad o para el día del amigo.
“Te quiero mucho Dionisio, cuidate”, fue lo último que escuché de la mejor amiga que alguna vez tuve y de la mujer que descubrí en ella.

Su servidor, Dionisio

lunes, 8 de junio de 2009

La mañana que no olvido


El otro día me desperté como todas las mañanas. Mi habitación no es muy grande, y tiene una persiana que por lo general cierro en invierno, por lo tanto a la mañana es tan oscura que no se sabe si es de día o de noche. Me levanté todavía medio dormido sin encender la luz, costumbre que fui adquiriendo con el único objetivo de no sufrir de ese encandilamiento que se produce por unos instantes hasta que la pupila del ojo se acostumbra a la nueva luz. Así, fui al baño a lavarme los dientes y el rostro, en ese orden. Y mientras desarrollaba la primera actividad escuché un sonido raro que provenía de mi cuarto. Era como un quejido. Levanté la cabeza, me miré al espejo y me quedé pensando si lo había imaginado producto de mi conciencia, todavía dormida, o lo había escuchado realmente. Fueron cinco o diez segundos, hasta que lo escuché nuevamente, y esta vez fue más claro y más fuerte.
No niego que lo primero que sentí fue susto ¿Qué más podía sentir? O sea, vivo solo me dije…
Aún así fui hasta el cuarto, convencido de que tal vez el sonido provenía de otro lado, o de que tal vez la tele se había encendido sola, ya que yo la programo todas las noches para que me despierte.
Cuando llegué, encendí la luz y me quedé helado. La tele estaba apagada y definitivamente el sonido provenía de ahí. Al lado de mi cama había una cuna color salmón.
Fue en ese instante en que recordé todo. “Yo soy papá”, me dije. Hace un tiempo, aquella aventura de una noche, logró encontrarme de nuevo y me dio la noticia:
- Quedé embarazada de vos. Yo sé que no es la mejor manera y que seguramente vos no lo querés, pero es mi hijo y lo voy a tener con o sin vos.
A pesar de lo que dijo, la forma en que fui criado no me dejaba opciones. Me iba a hacer cargo yo también. Y así fue…
Entonces, ahí estaba en casa, con Micaela, mi hija. Era la primera vez que se quedaba conmigo solo los dos. Y la costumbre de vivir siempre solo, sumado a estar medio dormido, me llevó a confundirme tanto que mi cabeza me había jugado una mala jugada.
Me acerqué a la cuna, y la vi... Fue entonces cuando supe que allí estaba la personita más hermosa de todo el mundo. Recuerdo que pensé en todo lo que le queda por vivir, sentir y disfrutar de la vida, y que si Dios me daba la oportunidad yo iba a estar al lado de ella siempre, en cada uno de esos momentos; y en qué feliz que eso me hizo sentir.
Y mientras estaba parado allí, observando sus dos meses y medio de vida, frotándose los ojitos, me anunció que se despertaba.
No resistí más y la tomé entre mis brazos. Y no puedo describir con palabras ese sentimiento, simplemente no puedo, no me sale, siento que cualquier palabra que encuentro es chica que un sentir tan grande no puede resumirse en un par de letras juntas.
Y mientras le preparaba la leche para dársela, se encendió la tele, estaba muy fuerte. Y abrí los ojos… Estaba en mi cama, todavía confundido no me importó si me encandilaba o no, encendí la luz y miré al costado de la cama esperando ver la cuna. Pero no. Había sido todo un sueño…
Es difícil explicar como me sentí ante aquella cruel realidad. Porque por ahí ser un padre soltero no es el mejor de los escenarios, pero era padre. Es verdad, fue un sueño, pero fue muy real, y lo que sentí fue tan fuerte que hoy comienzo a ver la vida con otros ojos. Tal vez sea mi edad, que estoy comenzando a entrar a una nueva etapa de la vida y que ella me comienza a exigir otro tipo de forma de disfrutarla. No se… Sólo sé que extraño ser ese papá que nunca fui.

Su servidor, Dionisio.

miércoles, 13 de mayo de 2009

El alma, el futuro y los dejavú


Muchas veces he reflexionado sobre lo que sucedió con Daniel. Más de una vez pensé en qué hubiera sucedido si no le proponía que me entregue esa foto. La verdad es que nunca pude encontrar una respuesta, porque cualquiera que daba se me presentaba como inverosímil e imposible de probar. Y ello me ha llevado a pensar en que de cierta forma todos tenemos marcado un camino, o por lo menos tenemos algunos pocos caminos posibles. Y son nuestras propias elecciones las que nos van abriendo o cerrando otros que ya están de cierta forma pre propuestos.
Es como aquello que propone que ya el nacer en determinado espacio- tiempo y en determinado contexto te limita tus posibilidades de crecimiento económico-social. No vas a poder crecer más que esto (salvo excepciones).
Pero creo que va más allá de eso, hay ciertos factores que exceden lo social, que tienen que ver un poco más con lo individual, con la esencia de cada persona y con algo que está mucho más allá de lo material.
Es indiscutible que cada uno tenemos un espíritu, un alma, que nos domina y que nos hace ser lo que somos. No hay duda tampoco, que ella no es material, que es “algo” difícil de definir pero que está, que existe y que por ella existimos.
Yo pensaba en ello y me preguntaba: “Si nuestra alma existe, no es material pero está, aunque no sabemos donde, ni sabemos ubicarla ni mucho menos dominarla ¿Qué le impediría abandonarnos por un tiempo?”.
Si es como muchos creen, que nuestra alma abandona nuestro cuerpo cuando morimos (como la religión intenta hacernos creer), y muchas de ellas terminan deambulando por ahí ¿Qué le impediría hacerlo antes?
Me ha pasado muchas veces llegar a un lugar completamente nuevo para mi y tener una cierta certeza de que ya lo conozco.
Y ni hablar de aquellos famosos dejavú. Porque digo, al no ser un ente material, es decir, al ser algo totalmente inexplicable e indescifrable, que viaja recorriendo espacios no conocidos, por ahí podría viajar en el espacio-tiempo hasta llegar a momentos del futuro.
Si esos viajes son posibles, significa que el futuro ya está predestinado y que no hay nada que se pueda hacer para cambiarlo. Y por ahí, esa sea la única forma que tiene el alma para mostrarlo.
Su servidor, Dionisio

sábado, 11 de abril de 2009

La fotografía


La historia que siempre contaba mi abuelo sobre su viaje y el supuesto “gaucho fantasma”, me producía cierta incredulidad. Notaba que existían incongruencias, cosas que no me cerraban y no terminaban de convencerme.
De hecho, tal vez por esa historia, que yo siempre fui muy escéptico con respecto a esos cuentos sobre fantasmas y cosas sobre naturales. Quizá por ello, porque nunca me sucedió nada extraño, o porque nunca tuve ninguna experiencia que relatar, o no se porqué…pero no creía en absolutamente nada.
Es más, siempre era yo el que buscaba algún tipo de explicación terrenal que logre esclarecer el misterio de cada relato.
Esto hasta que me pasó algo verdaderamente extraño, algo que por lo general no me animo ni a contar.
Todo sucedió durante la última semana de clases previo a recibir el título secundario.
Yo había ido al mismo colegio público desde el primer grado, el Nicolás Avellaneda. La mayoría de mis compañeros me habían acompañado en el camino durante la primaria y la secundaria. Cada uno de nosotros nos conocíamos como si fuéramos hermanos.
Éramos veinticinco en total, catorce chicas y diez chicos. No, perdón, once chicos.
Lo que pasa, es que los que nos juntábamos siempre éramos diez. Daniel era el once.
Y la verdad es que pese a que fuimos compañeros desde quinto grado, cuando sus padres llegaron al pueblo, nunca llegamos a conocerlo del todo.
Daniel era un chico muy callado, tímido y totalmente introvertido. Ya su aspecto físico lo demostraba. Era muy flaquito, tenía una piel muy blanca, y además parecía que se iba a quebrar en cualquier momento. Tenía encorvado el cuerpo, como alguien que tiene vergüenza de algo. Pelo castaño, con una raya al medio que, con toda seguridad, todavía se la hacía su mamá.
Sin embargo, nosotros hicimos miles de intentos por integrarlo al grupo. Y cada uno de ellos, era rechazado siempre con alguna nueva excusa. Aún así, lo queríamos, ya que pese a su automarginación, era un pibe muy respetuoso, bueno y generoso con sus cosas.
Durante aquella semana, que no voy a olvidar más, las cosas se habían salido de los carriles normales, y se vivía un ambiente de locura y exaltación constante. Habíamos tomado como costumbre, entrar a clase 10 o 20 minutos después de que tocaban el timbre para hacerlo.
En una de esas oportunidades, me fui al baño para mojarme la cabeza ya que ese día hacía mucho calor, y la verdad es que era la única forma de sobrellevarlo. Cuando me agache para mojarme un poco la nuca, sentí como una brisa fría, rara, y como una presencia que me observaba. Como cuando a veces, sin llegar a confirmarlo, sabes que alguien te está mirando.
Al levantar la mirada, ahí en la puerta del baño estaba parado Daniel. Estaba más pálido que de costumbre, las ojeras, características en él, eran más oscuras que nunca. La verdad que la sola imagen era medio escalofriante. Pero era Daniel, ¿qué podría hacer?
Yo, todavía agachado, me quedé tan sólo observándolo. El, mientras tanto, se me acercó lentamente. Y como nunca, apoyó su mano sobre mi hombro y me dijo: “Dionisio, necesito ayuda”.
- Eh loco, ¿qué te pasa? Contá conmigo para lo que necesites –le dije.
- Mirá, pasó algo muy raro. Y no lo puedo controlar. No se que hacer. Ya he intentado todo, estoy desesperado. Hace dos días que no puedo dormir.
- Pero ¿qué pasó? Contame –repliqué.
- Todo comenzó –dijo- por culpa de una prima que vino a pasar unos días a casa este último fin de semana…
Me contó que la flaca era un par de años más grande que nosotros. Que a ella le gustaba, y sobre todo, que practicaba aquello de la magia negra y esas cosas, que claro yo no creía.
El tema es que parece que ella lo convenció de hacer una mini sesión con un güija improvisado. Al parecer, en medio de la “sesión” sucedió algo medio raro. El “espíritu contactado”, le fue dando pistas y le señaló el camino hacia el patio de su casa y “le pidió” que abran una caja que había en el fondo.
Los chicos lo hicieron y, al hacerlo, encontraron una foto vieja de una monja con un nene; enterrada bajo abundante sal gruesa. Según Daniel, ni su propia prima lo pudo creer cuando la encontraron.
Y ahí, después de eso, fue cuando comenzaron los problemas. El “espíritu” se puso medio violento, empezó a “deletrear” frases sin un sentido cierto. Y al preguntar si se quería ir (una de las reglas de este “juego”) siempre respondía con un contundente “No”.
En un momento, y ante las preguntas de los chicos (las que ya no eran respondidas) el espíritu deletreó una frase larga: “No soy quien dije que era, y ahora por fin estoy libre. No van a poder encerrarme nunca más y me voy a quedar en esta casa para siempre.”
Y con eso último que me contó, Daniel empezó a moquear.
Me contó que esa noche, por más que intentaron miles de veces, no pudieron “cerrar el juego”, y que lo dejaron así para intentarlo al otro día.
Dani me dijo que no pudo dormir en toda la noche, porque sentía que no estaba solo en su habitación, que había “alguien” observándolo.
Al otro día junto con su prima, volvieron a intentarlo, pero esta vez fue peor porque ya no recibieron respuesta.
La chica le dijo que seguramente se había ido, que a veces no hace falta cerrar nada, que los espíritus se cansan y se van. Y que seguramente, el espíritu, dijo aquello último para burlarse de ellos, ya que estas “almas en pena” suelen ser muy burlonas.
- Pero eso no es todo- me dijo Daniel- Eso recién fue el principio.
- ¿Qué más pasó? – le pregunté.
- El domingo se fue mi prima con mi tía en su auto, y hasta ahora no sabemos nada de ellas –respondió con un tinte de amargura- Toda la familia está preocupada, las busca la policía y no hay noticias. No encuentran ni siquiera el auto.
- Bueno, Daniel pero puede ser todo una triste coincidencia – le dije, respondiendo a mi clásica manera de ver las cosas.
Yo a estas alturas, consideraba éste como un triste relato más, que involucraba un hecho real, con un hecho casual y la superstición de una cultura que necesita creer de algo más de lo que vemos diariamente. Todo esto, potenciado por la personalidad de Daniel. El cual, había sido durante toda su vida alguien tan introvertido que nunca se había destacado en nada, ni tampoco le habían sucedido cosas realmente importantes en su vida, convirtiéndola en monótona y aburrida. No sería extraño, que su mente juegue con él, con el objetivo de ponerle cierta “pimienta” a la rutina.
- Mirá – me dijo mostrándome la foto
- ¿Qué haces con eso?
- Intenté de todo para deshacerme de ella –me contó desesperado-: la tiré, la rompí, la quemé, de todo hice; hasta la volví a enterrar, cubriéndola de sal, tal cual la encontramos; y siempre aparece de nuevo en mi cuarto, debajo de mi cama. Todo esto, me tiene mal, no puedo dormir y cada vez que lo intento siento ruidos, siento que me llaman desde la otra habitación y cuando voy no hay nadie. No se que hacer.
- Dámela a mi –le dije, proponiéndole una solución válida.
- ¿Estás loco? No quiero meterte en todo esto…
- Naaaa – respondí- yo no creo en esas cosas, para mi son propias sugestiones. Por ejemplo: vos te imaginas que tiras, rompes o quemas la foto, pero en realidad no lo haces. Y vos mismo la escondes debajo de tu cama, sólo que tu mente, de manera inconciente, anula ese recuerdo. Es algo posible, de hecho es una técnica que algunos estudiosos de la mente utilizan.
Al principio Daniel no quería saber nada con mi idea, pero lo logré convencer y me la entregó.
- Ahora cuando salgamos de clase – le recomendé- te vas a tu casa y te dormís tranquilo. Yo me voy a deshacer de esto. Anda tranquilo loco.
- Gracias Dionisio, si sale todo como vos lo decís te lo voy a agradecer de por vida –me dijo el pobre.
Después de la charla, yo metí la foto en mi billetera y volvimos al aula. Daniel se veía más relajado, y hasta opinó en clase sobre las diferencias conceptuales del nazismo y el fascismo, algo que nos sorprendió a todos, incluso a la profe.
El resto de la jornada transcurrió sin ninguna novedad, y hasta me olvidé que llevaba la vieja foto en mi billetera.
Cuando volví al otro día encontré a todo el mundo llorando. Y al preguntar qué es lo que había sucedido, me dijeron que Daniel había fallecido.
- ¿Pero cómo? – pregunté extrañado.
- Nadie sabe cómo –me respondieron- sólo que al parecer fue de noche, esta mañana sus padres lo encontraron ya muerto en su cuarto.
Casi como un acto reflejo recordé la historia que me relató, y lo de su prima y su tía. Saqué mi billetera del bolsillo y busqué la foto, pero no la encontré.
En el colegio nos dieron el día libre para ir al velatorio y darle el pésame a la familia.
Lo velaban en su casa, así que allí fuimos todos. En un momento, pedí para ir al baño. Cuando me dirigía hasta allí pasé por el cuarto de Daniel, no me pude contener y entré. Llegué hasta su cama, y me agaché. Ahí debajo, como si nunca se hubiera movido, estaba la vieja fotografía; tan sólo para demostrarme que hay cosas que no tienen explicación.

Su servidor, Dionisio

martes, 10 de marzo de 2009

Mi abuelo, el viajante

Mi abuelo era hijo de inmigrantes sirios. Sus padres llegaron al país desde Siria a principios de siglo, junto con una gran corriente inmigratoria que refundó y transformó a Argentina en el crisol de culturas que hoy es.
Los sirios tienen una cultura muy rica, interesante y digna de apreciar. Algunos de los símbolos que más trascendieron y que más representan a esa cultura son las danzas de odaliscas, la comida, la música y algunos términos que quedaron incorporados en nuestro idioma.
Mi abuelo llevaba en sus venas y en su corazón la sangre siria, y a veces se ofendía cuando alguien lo llamaba “el turco”. “Yo no soy ningún turco, yo soy de Siria, estos son unos ignorantes…”, decía refunfuñando el viejo que a duras penas había completado la primaria.
El se llamaba Salim, pero sus amigos y familiares se habían acostumbrado a decirle “salicho”.
Cuando se casó y llevó a mi abuela de la gran ciudad a un pueblito casi desértico muchos le preguntaron qué iba a hacer allí en un lugar tan desolado y alejado de la mano de Dios. El, despreocupado como siempre, se limitó a contestar que simplemente iba a “sobrevivir”.
Y así fue, poco a poco “Don Salicho”, como lo fueron conociendo en el pueblo fue construyéndose una vida. Primero puso un almacén que tenía fiambres, unas pocas bebidas preparadas por él y alguna que otra “chuchería” vieja, como tornillos o herramientas usadas. Como en el pueblo no había nada, mi abuelo comenzó a hacer viajes en una camionetita que había podido comprar con ahorros trayendo más cacharros y mercadería. A veces, entre un pueblo y otro, algunas de las cosas las vendía ya en el camino al mejor estilo de “vendedor ambulante”.
En unos de esos viajes, mi abuelo se encontró con que el camino de retorno estaba cerrado. El siempre volvía por la misma vieja ruta; un camino de tierra que el Virrey de Liniers había mandado a construir en 1809. Para ese entonces, era el más transitado y el más cuidado también.
Al ver que éste estaba cerrado, volvió al pueblo que había pasado unos kilómetros atrás para preguntar qué es lo que podía hacer. El pueblito, ya extinto, se llamaba “El Sacramento”, y no tenía más de seis casitas. De las cuales parecían deshabitadas todas.
Allí encontró a un joven artesano que estaba realizando un tejido con lana de vicuña. Se acercó y le relató lo sucedido.
- “Mire – le dijo el joven -, hay otro camino que lo lleva a donde usted va, queda por el medio del monte, mi casa queda de camino, yo si quiere le indico como llegar. Pero le recomiendo que lo haga mañana porque ya está oscureciendo. Aquí en el pueblo seguro le prestan una cama para dormir”
El viejo viajero, acostumbrado a largos viajes nocturnos, miró la hora y dijo: “Pero si son recién las siete, en dos o tres horas estoy en mi casa”
- “Oiga don, aquí oscurece temprano, y no conviene andar en oscuras por ahí”
Sin embargo, cabeza dura como siempre, mi abuelo le insistió en que le diga dónde estaba el camino y que se quede tranquilo porque él mismo se iba a asegurar de llegar sano y salvo a su casa. “A mi no me hace falta niñera”, dijo entre dientes.
El joven resignado ante la obstinación del extranjero se limitó a señalarle el camino, re advirtiéndole que era peligroso.
Así, luego de agradecerle, y convidándole con un vino que llevaba, Don Salicho se subió a la vieja camioneta Ford y perfiló hacia el camino indicado.
Luego de quince minutos de viaje se dio cuenta que en verdad había oscurecido rápido, y, entre risas, se decía a sí mismo: “Tenía razón el pibe. Anocheció rapidito”.
De golpe, la camioneta pegó una frenada. Y tras la nube de humo que se produjo se pudo distinguir bien…Había un caballo en medio del camino. Pero… no estaba solo, montándolo había un gaucho. No se lo distinguía con claridad. Parecía tener un chaleco oscuro, y entre la oscuridad y el sobrero no podía distinguirse el rostro de éste.
Mi abuelo, sorprendido y molesto por la actitud de quedarse parado en medio del camino, tocó un par de veces la bocina. Al no recibir respuesta, bajó el vidrio de la ventana y le gritó al gaucho que se corriera.
Gaucho y caballo, ahí: quietos, inmutables, como si no pasara nada.
- “Ya vas a ver si te vas a correr o no”, dijo mi abuelo, tomando su escopeta de caño largo que llevaba siempre a sus viajes, y, dispuesto a encararlo, bajó de la camioneta.
Mientras se acercaba, notó que la temperatura había descendido demasiado para ser verano, según calculó estaban en unos cinco grados.
- “Te dije que te corras”, le gritó al gaucho. Pero cuando intentó tomar de las riendas al caballo no pudo. Sus manos pasaron de largo. Las riendas del freno del caballo se les escapaban entre los dedos, como si se esfumaran cada vez que intentaba agarrarlas.
Una hora más tarde, el mismo joven que le había enseñado por dónde ir, lo encontró desmayado en el medio del camino, con el motor y las luces de la camioneta encendidos...
Mi abuelo, todavía asustado, no recordaba nada de lo que pasó después de que intentó agarrarle las riendas al caballo.
El joven le ofreció ir a su casa que estaba a pocos kilómetros de allí y quedarse esa noche para tomar una sopa caliente y pasar el mal trago y el susto. Obviamente, el viejo aceptó y a la mañana siguiente, con la luz del día, salió rumbo al pueblo donde lo esperaba mi abuela.

Desde entonces, nunca más viajó de noche, y siempre que se le consultaba sobre el porqué de esa costumbre, él respondía siempre lo mismo: “Uno nunca sabe que puede encontrar en el camino”.

Su servidor, Dionisio

viernes, 6 de febrero de 2009

Las luces que marcan mi retorno

Esa mañana me desperté ya con aquella sensación en el estómago. Me levanté pensando en mis futuros movimientos, desayuné y luego encaré para el trabajo, siempre con la idea fija: qué jugada realizar.
Así transcurrió mi día, con una ansiedad extraña, incomoda, molesta. Lo único que me tranquilizaba era saber que cada segundo que pasaba me aseguraba que le faltaba menos a mi espera y que salvo algo sumamente inesperado a la noche allí estaría, en donde aquellas viejas pero brillantes luces irán marcando mi retorno al lugar que prometí mil veces nunca más volver.
Las manecillas del reloj iban girando, con cada vuelta mi corazón comenzaba a latir más rápido, nada demasiado apresurado todavía, pero se comenzaba a sentir, y cada giro me recordaba a aquel que yo mismo iba a ir a buscar.
Y cuando la última manecilla giró lo suficiente como para liberarme, salí rápido con rumbo claro: mi casa. Allí debía darme una ducha ligera y salir urgente a mi destino final.
¿Si había urgencia? Claro que sí, si en lo único en lo que estuve pensando en todo el día era en ello.
Y así, con esa prisa, casi desmedida, salí perfilado hacia mi rumbo. Mi cabeza, daba vueltas, y una tras otra yo la acompañaba con mis pensamientos y cálculos.Caminaba presuroso por esos duros adoquines que tan finamente decoran las hermosas veredas de las calles de mi ciudad. Pero yo no estaba para disfrutar del paisaje y mucho menos para sentir la delicadeza de esos adoquines, yo sólo quería pisar aquella roja alfombra, la cual diseño y pintó algún poco conocido pero, por lo visto, muy talentoso artista. Me obsesionaba pisarla, deambular sobre esos detalles en negro y verde, que la dejaban aún más espléndida…
Y mientras iba pensando en esa obra maestra, en mi obsesión con ello y con la sensación en el estómago aún más intensa, de pronto:
- “¡Oiga, fíjese cuando anda por la calle!”, me dice un hombre que choqué sin querer.
- “Disculpe”, le respondo.
No podía hacerlo, no podía fijarme en eso, ni en eso ni en nada, en las únicas calles que pensaba era en aquellas calles pintadas sobre ese fino y delicado paño marrón.
Ya no importa nada, ni el camino, ni la gente ni nada, en ese momento estas ciego. No importa ni la distancia ni la compañía. Ciego, sordo y mudo, directo al lugar de las grandes luces y ruidos constantes.
La sensación, entonces, es más grande con cada paso. Ya se siente esa humedad en las manos, característica de la adrenalina que produce sólo esa voz, y que sólo algunos, aunque no tan pocos, sabemos reconocer. Porque es una voz la que domina todo, te dice cuándo podes y cuánto tiempo tenés.
“Y al fin llegué”, pienso regocijándome por la hazaña.
Pero bueno, no fui hasta allá, sin importarme distancias ni escollos, tan sólo para quedarme mirando.
Y todo lo que pensé durante el día se vino abajo, “¿de que vale?”, me digo. “De nada, seguramente”, me respondo. “Esto es lo mismo para todos, y aquí cualquiera puede salir bien o mal parado, no importa cuánto sepas sobre el tema”, pienso en silencio.
Allí estoy solo, y no hay ciencias ni tácticas, tan solo yo y mi “corazonada”. La adrenalina, entonces, se enciende al cien por cien. Sobre todo cuando comienza el primer giro, y yo ya no tengo las manos vacías. Al sudor característico de estos momentos lo acompañaban veinticinco ilusiones, que fueron las únicas que logré comprar con los ahorros de dos semanas.
Cuando aquella voz anuncia que queda poco tiempo mi corazón comenzó a latir aún más fuerte, la desesperación de pronto se adueño de mí completamente y comencé mi travesía.
Me quedaban, luego, tan sólo dos de aquellas ilusiones. “¿Qué las hago? ¿Dónde las pongo?”, me dije entre preocupado y ansioso. Y las dudas se adueñaron de mí, en esos diez o quince segundos que “la voz” me regalaba. “¿Corono este? No, no me alcanza. ¿Y si le pongo pleno? No, mejor medio pleno así abarco más. No queda tiempo… ¿Qué hago?”.
Y en ese preciso instante veo como ya era inminente el momento en que “la voz” anunciaría que ya no podés cambiar nada y que, sin importar lo que esté o quien esté, las cosas iban a quedar así. Así que, casi desesperado ante tamaña situación me lancé por el lugar más cercano que tuve a mano, y sin pensarlo las coloque juntas, una arriba de la otra. Y cuando intenté reaccionar ya era tarde, y “la voz” cantó su tan temible “no va más”.
Allí, en ese momento se abre un túnel, un túnel lleno de ilusiones, de incertidumbres, de adrenalina, de miedos e ilusiones. Lleno de esperanzas que están distribuidas en una mesa rectangular de paño marrón.
Es tal vez por esa corta sensación, que no dura más de un minuto, que millones de personas se acercan a ver qué es lo que sucede allí.
-“¿Cómo le está yendo joven?”, me dijo una anciana que pasaba por ahí y que seguramente vio mi preocupación girando y girando.
-“Ahí estamos abuela, puse todo en esta mano”, respondí amablemente.
Y casi al terminar la frase, veía como esa “bola”, maldita y bendita al mismo tiempo, pegaba un par de saltos, y con cada uno de ellos el corazón de todos los que la veíamos se detenía. No son más de dos o tres segundos, pero en esos pocos el tiempo también se detiene, y comienza a transcurrir lentamente, pero ya es tarde, ya habló “la voz”.
- “¿Ya hablo? ¿Qué dijo? ¿Qué salió?”, dice el pelado de la derecha, con la cara más asustada que la mía.
- “Creo que dijo el ¿treinta y seis?”, respondí mirando a la rubia dueña de “la voz” para que me confirme la noticia con un “Sí”, que para mi fue terrible.
Ni mire la mesa. Estaba seguro, nunca juego a tercera docena y menos aún a la última calle.
“Que mala leche”, pensé por dentro mordiéndome el labio inferior.
-“Setenta fichas blancas”, dice “la voz” mientras me estaba yendo con el rabo entre las piernas y una sensación de amargura terrible.
- “¿Quién será el suertudo que clavó dos plenos”, digo bajito masticando la bronca del momento.
“Pero, ¿yo no tenía las blancas?”, pensé.
-“Si, soy yo”, dije casi gritando. Al tiempo que la bella señorita, dueña de “la voz” más importante de la mesa, se le escapaba una pícara sonrisa.
-“Hoy la verdad que tuve suerte, no lo esperaba, nunca apuesto ahí”, le digo para escapar del papelón.
Ahora con las manos y bolsillos llenos (por lo menos para lo que yo considero lleno) decido canjear lo que tenía e irme para disfrutar, ahora sí, de los adoquines, del paisaje, y de lo poco o mucho que me puedo comprar con las ganancias de esa noche.
“Vaya un gallo por tantas gallinas”, diría mi abuelo…
Me despido de aquel enorme lugar, que tantas veces me vio irme prometiendo nunca más volver, y me voy cantando bajito un tango…
“Yo adivino el parpadeo de las luces que a lo lejos
van marcando mi retorno...
Son las mismas que alumbraron con sus pálidos reflejos
hondas horas de dolor...
Y aunque no quise el regreso,
siempre se vuelve al primer amor...”

Su servidor, Dionisio

viernes, 16 de enero de 2009

Algunas de las cosas que odio


No se que hacer de mi vida, estoy en un momento que no se si voy o vengo, si arranco o mejor me quedo. Será por eso que me senté y escribí estas pocas líneas que no me atrevo a llamarlas poema.
Espero las lean y sepan entenderlas...

Odio los lunes, porque tengo que levantarme temprano.
Odio levantarme temprano, porque ando todo el día con sueño.
Odio andar todo el día con sueño, porque nunca me acostumbro en el trabajo.
Odio el trabajo, porque me quita tiempo de mi vida.
Odio mi poco tiempo, porque no me deja hacer mis cosas.
Odio no poder hacer mis cosas, porque así no disfruto mi vida.
Odio pasarme la semana sin disfrutar mi vida, porque se hace más larga.
Odio que se me haga larga la semana, porque nunca llega el viernes.
Odio llegar al viernes, porque me doy cuenta que se me paso la semana y no hice planes para el fin de semana.
Odio el fin de semana, porque descubro que estoy solo.
Odio estar solo, porque me doy cuenta que me odio.
Y me odio por eso.

Su servidor, Dionisio

miércoles, 31 de diciembre de 2008

Pozo de soledad


Ahora que me vine de vacaciones a lo de mis padres, me encontré con un viejo amigo. Y el, casi sin saberlo, me preguntó sobre mi año… Y no supe decirle más que esto:

No hay, creo, sentimiento más triste que el de la soledad. Y cuando se rompen aquellas esperanzas e ilusiones construidas la soledad se hace presente. Uno va cayendo en un pozo, un pozo ficticio, imaginario, que por lo general te lleva a la depresión. Yo llegué hasta ahí, y pensaba que no habría nadie en el mundo que logre sacarme de ese pozo. En ese momento es cuando la soledad me invadió, me rodeó y se hizo reina de mis pensamientos y sentimientos.
Allí, en ese pozo el mundo me pasaba indiferente, nada importaba, ni siquiera salir de allí, estaba derrotado.
Y de la mano de la soledad llegó la tristeza, y con ella el desconsuelo, y es entonces cuando ya dejé de esperar: “ya no hay nada que esperar –me dije- , no hay nada”.
En ese momento, aparecieron aquellos que siempre están, aquellos no iban a dejarme ahí metido, aparecieron mis amigos.
Mis amigos no me tiraron una soga desde arriba, todo lo contrario se metieron al pozo conmigo, se ensuciaron como yo, se llenaron las ropas del mismo lodo que yo: descubrieron y sufrieron conmigo mis desilusiones, lloraron junto a mi, compartieron su pañuelo y, sobre todo, supieron decir las palabras justas en el momento exacto.
Casi sin darme cuenta fui saliendo del pozo, a decir verdad me fueron sacando, y en esos momentos en los que uno está debil y afloja siempre tenía el hombro de un amigo para sostenerme, para sacarme un poco más.
Hoy estoy casi afuera, ya respiro el aire puro del exterior, creo poder volver a comenzar y al fin poder superarlo.
Por eso, a ustedes, mis amigos, gracias por siempre estar ahí…

Su servidor Dionisio

martes, 14 de octubre de 2008

El fin de una historia


Hace ya tiempo que no escribía nada, tal vez haya alguien que se pregunte el porqué, o quizá a nadie le importe. Lo cierto es que tras haber encontrado una cierta estabilidad amorosa en mi vida creía que todo iba bien hasta que se produjo un hecho que cambió todo, hasta mi motivación de escribir. Se los voy a relatar tal cual lo recuerdo…
Salí hacia el trabajo un miércoles. Antes de irme, como lo hacía siempre, me despedí de Sofía con un beso, ella no trabaja los miércoles y solía quedarse a hacer algunas de las cosas de la casa. Ella, como siempre, me saludo y me dijo: “Hasta lueguito amor”.
La mañana transcurrió de lo más normal, sin sobresaltos ni novedades. En un momento mi jefe se me acercó; tipo raro, de unos 55 años, poco cabello en la frente y una pelada en forma circular que le crecía desde arriba de la cabeza, medio gordito y con una sonrisa medio tenebrosa.
- ¿Pasa algo Dionisio?
- No señor –Le respondí rápidamente-
- Mirá – me dice- te veo medio extraño, por hoy, y por única vez te voy a dejar ir a mitad de mañana. Aparte ya no hay trabajo para hacer.
- Muchas gracias señor – le dije algo extrañado por el ofrecimiento-
Yo hace casi 5 años que trabajo en ese lugar, y nunca me habían dejado salir temprano. Tal vez por ello es que decidí aceptar y llegar temprano a casa para invitarla a almorzar a Sofía.
Apuré mis pasos con el objetivo de llegar a tiempo, ya eran casi las 12:30 y sabía que en ese horario Sofía preparaba el almuerzo. Antes de llegar, sabiendo que a ella le gustaban, le compré un ramo de flores en la florería de mi amigo Manuel.
Por la prisa, me hizo calor, así que me saqué el saco del traje, y así llegué: con el saco en una mano y las flores en la otra.
Abrí la puerta, y al sentir tantísimo silencio, comencé a llamarla: “Sofí”, “Amor”, “Mi amor ¿Dónde estás?”
En la sala no estaba, en la cocina tampoco, ni siquiera había olor a comida… Comencé a preocuparme, antes de ir al cuarto pasé por el balcón y el patio: tampoco estaba. “Tal vez se quedó dormida”, me dije y encaré derecho al cuarto aferrando mi ramo de rosas, amarillas; como a ella le gustan.
La puerta estaba cerrada, algo medio raro, porque siempre la mantenemos abierta, ya que desde el cuarto con la puerta cerrada no se escucha la puerta de entrada.
La abrí esperando encontrarla dormida, en las suaves sábanas que juntos elegimos para nuestro sommier. Sentía su aroma ya desde afuera de la habitación y no me aguantaba las ganas de verla y abrazarla.
Mis ojos dudaron tres o cuatro segundos, mi cabeza no reaccionó por más de diez. Sofía no estaba dormida, ni siquiera estaba en el cuarto, como tampoco sus cosas. Los armarios estaban abiertos, los cajones vacíos y tan sólo quedaba su perfume rondando el cuarto.
Sobre la cama, sobre el cubrecama, que también elegimos el mismo día de las sábanas, había una hoja de papel, que del reverso tenía mi nombre.
Confundido, tomé la carta, me senté en la cama y me dispuse a leer…
“Querido mío:
No hubo momento a tu lado en que no haya sido feliz, desde que te conocí descubrí lo maravilloso que eres, y lo mucho que me amas. Mi vida aquí ha sido de lo más placentera, y haciendo un repaso la verdad es que no tengo de que quejarme: fuiste, conmigo, el mejor hombre del mundo. Y mientras escribo estas líneas me cuesta muchísimo escribir lo que no tuve el valor de decir.
Hace menos de un mes, me llamó a mi celular Miguel, mi ex. Me dijo que estaba aquí en la ciudad y que necesitaba verme. Yo le dije que ya tenía mi vida, que no me interesaba saber de él, pero como siempre él insistió. Y yo, como siempre, afloje.
Cuando lo ví se despertaron aquellas viejas sensaciones en mí. Sensaciones que hoy me avergüenzan, porque son ellas las que me confunden y me alejan de vos.
Con Miguel nos encontramos dos veces más, charlamos mucho, sobre mí, sobre él y sobre nosotros. La verdad Dionisio es que estoy muy confundida, porque por un lado te tengo a vos que sos el hombre perfecto, y por el otro lo tengo a él que produce aquellas sensaciones. Perdoname, no tengo, ni siquiera el valor para mirarte a la cara. Me voy a casa, no sé que voy a hacer… Solo te pido que sigas tu vida. Te pido disculpas nuevamente.
Sofía”

Casi no pude terminar de leerla, las lagrimas, aquellas que reprimí tantas veces, rebeldes de su condición, salían indiscriminadamente.
Me cuesta, aún hoy, después de casi 2 semanas, referirme al tema sin por lo menos no lagrimear. ¿Por qué me dejo? Todavía no lo entiendo… lo único que sé es que mi Sofía se me fue, y con ella todas las fuerzas y las ganas de seguir.
Luego de meditar largamente sobre la continuidad del blog, he decidido, por lo menos, realizar un alto. No quería dejar, o más bien parar, sin explicar el motivo principal. Y quiero que aquellos que me siguen y que me leen, me sepan entender.
Solo me queda decirles: hasta pronto.

Su servidor, Dionisio

sábado, 13 de septiembre de 2008

La máquina del fin del mundo


En el último mes me enteré que en alguna parte del mundo se estaba construyendo, hace como 30 años, una máquina que se llamaba “La maquina de Dios”, pero que ya se había terminado. Cuando lo hice, la verdad, no me importó demasiado. Si hay algo que me importa poco es los mega-avances tecnológicos.
Aún así, y después de taladrarme la cabeza durante las dos últimas semanas, me interioricé sobre el tema.
Resulta que la máquina ésta busca descubrir, lo más aproximadamente posible, cómo se inició el universo. Al parecer, la tan famosa teoría del Big Bang quedó casi caduca, o por lo menos primitiva, pensando que esta máquina trabaja sobre ella pero la profundiza tanto que la deja casi en ridículo.
La historia es que hacen chocar dos láseres con protones (elementos que están en el núcleo de los átomos). Estos protones producen muchísima energía al chocar. Según entiendo, se dividen en otras partículas, y son éstas las que quieren estudiar.
Al parecer, esta energía producida por el choque de estas partículas son idénticas a las producidas en la creación del universo en el Big Bang.
Este tema se puso de moda, y muchos ignorantes, como yo, se han interiorizado en el tema y hasta han opinado.
Cuando todos nos poníamos contentos porque íbamos a saber cómo se inició el universo, un dato fundamental para nuestra vida, se supo que un conjunto de físicos consideraban a esta máquina como una “gravísima amenaza para la humanidad”, ya que continuar con las experiencias cabría la posibilidad de que se produzca un “agujero negro” que tragaría al planeta. Fue entonces cuando salieron todos aquellos seguidores de Nostradamus, que permanecen ocultos, algunas veces hasta años, hasta que sale un tema como este. “Con esta máquina se va a cumplir la profecía y el 1 de octubre será el fin del mundo”, decían.
Allí fue cuando pensé que es lo que yo haría si se terminaría el mundo.
“Tendría un hijo”, pensé primero. Pero después me di cuenta, no tendría tiempo, y si tuviera, ¿Para qué?
Entonces me dije, “vendo todo y me voy lo que me queda de vida de vacaciones”. Pero ¿qué pasaría si vendo todo y resulta que no termina nada, y me quedo varado y sin un peso en algún lugar del mundo?
Por fin me decidí. No iba a hacer nada. Seguiría mi vida como siempre, pagando todos mis impuestos, y si viene el fin del mundo… ya disfruté demasiado de mi vida.
Y, "e lo que ai", diría un buen amigo mío.

Su servidor, Dionisio.

domingo, 10 de agosto de 2008

Un poco más


Desde muy pequeñín no fui muy bueno para el estudio, aunque mis padres, tíos, y hasta algunos amiguetes me decían algunas de las cosas típicas que seguro a todos alguna vez les dijeron: “Vos sos muy inteligente, solo sos vago para estudiar”, soy vago porque no me gusta, decia yo; “Vos si lo lees una vez ya lo entendés y te queda”, no me queda otra –les decía- siempre lo leo una vez porque nunca tengo ganas de leerlo de nuevo; “Si no fueras tan vago serías muy buen alumno”, que chiste, cualquiera lo sería… Y así, siempre tenía una respuesta razonablemente comprensible.
Pero será que tanto me dijeron esas cosas, y tan poco estudiaba, que cuando termine el colegio secundario y decidí emprender una carrera universitaria las cosas no me fueron tan bien.
Recuerdo como si fuera ayer, cuando estaba a horas de rendir el examen de ingreso para abogacía y me faltaban tres tomos enteros por leer. Obviamente no llegué, pero aún así me presente a rendir la evaluación.
Treinta preguntas de múltiple opción y cinco a desarrollar, redondearon dos semicírculos en mi nota, dibujando un perfecto 3.
Allí estaba yo, parado en la facultad de derecho, sin poder creer que mi “gran inteligencia” no me hubiera podido salvar esta vez. Un compañero del curso de ingreso, me puso una mano en el hombro y me dijo algo tan simple, que puede ser una tontería para muchos, algo muy evidente, pero a mi me enseñó, después de casi 12 años de vida escolar, realmente cual era la fórmula. “Y bueno –dijo- habrá que estudiar más”.
Yo insultaba y protestaba por mi mala suerte en los múltiple choice, y el me revelaba cual era el verdadero problema, solo era cuestión de estudiar más.
Mi carrera como abogado termino ese día, y como no me iba a quedar un año sin hacer nada, me anote en una tecnicatura de algo así como “marketing”, que no sabía ni que era, pero como sonaba importante me dije “y bue, ¿Qué tan malo y difícil puede ser?”.
La verdad es que me costó mucho terminarla, y el solo pensar que tengo que “estudiar más” me acobarda para ir por la licenciatura. Todavía no se que hacer, la vida cada vez exige más esfuerzo, y entre más viejo, más me cuesta hacerlos.

Su servidor Dionisio

domingo, 27 de julio de 2008

La casa de mis suegros


Antes que nada, debo de reconocer que no hicimos las cosas como suelen hacerse, y lo de irnos a vivir juntos tan precipitadamente, y sin consultar a nadie, no es lo ideal para muchas personas. Quizá por ello que la visita a casa de los padres de mi novia me tenía tan incomodo y tan preocupado.
Sofía me lo había repetido hasta el cansancio, "Ellos eran las mejores personas del mundo, y seguro que me iban a adorar". Sin embargo esa semana previa del “Gran acontecimiento”, no podía descansar bien, no pegaba un ojo. Tal vez sea por aquella sensación de aquel que sabe que no hizo lo correcto, y que tarde o temprano todo se paga. "Estas como perro que volteó la olla", me decía una vieja amiga, mientras le contaba mi situación.
El hecho es que durante ese tiempo pre-presentación oficial, sufrí como un corderito que sabe que será sacrificado, y que su ejecutor ya está afilando el cuchillo que dará el punto final.
Por fin, y luego de un eterno suplicio, llegó el día. Sofía se despertó radiante, como aquellos amaneceres en el que se pueden notar los primeros rayos de sol en toda la inmensidad del cielo, y en los cuales uno agradece de poder disfrutar de tamaña belleza. Así, así es mi Sofía. Al admirarla, al ver como me preparaba mi desayuno, solo me dejaba lugar a un pensamiento. Solo pensaba en que por esta mujer podía hacer lo que sea, porque ella se lo merecía en todos los sentidos. "Por ella soy capaz de enfrentar cualquiera de sus miedos y de los míos", me dije y tomé valor. Y casi ni me di cuenta del viaje, solo disfrute de mi Sofía, y de que era mía.
Cuando llegamos a la casa de sus padres, salió su mamá a recibirnos. Una mujer de unos 45 largos. Y aunque nunca me atreví a investigar sobre su edad, la llevaba muy bien, conservaba en sus ojos la frescura de aquellas jóvenes recién salidas de la universidad, y una luminosidad en el rostro envidiable para cualquier mujer.
Aquella bella dama, nos recibió con una hermosa y enorme sonrisa, lo que me transmitió una calidez gigantesca que me tranquilizó plenamente, y me permitió no salir corriendo.
Tomó a Sofía de la mano, la abrazó y le dio uno de esos besos que solo una madre sabe dar, al tiempo que le dijo: "Te extrañe mucho mi hijita".
La escena me dejo casi al margen, pero la mujer, muy cortésmente, y secándose una lagrima que caía de uno de sus hermosos ojos miel, me tomó de una mano y dulcemente me dijo: "A vos Dionisio, también te estábamos esperando".
La salude con un beso en la mejilla y antes de que pudiera pronunciar alguna palabra, desde el fondo de la casa se escuchó:
- ¿Cómo? ¿Ya llegó mi chiquita?
Al instante apareció un hombre de unos 50 y piquitos de años, de barba recién nacida y una pequeña melena cana hasta la nuca. Recuerdo que esa primera impresión, me dio cierta tranquilidad, no se muy bien porque, tal vez por lo informal que pareció o no se. El hecho es que este hombre mucho más alto que yo, de espalda y manos enormes, típico “gringo de campo”, se apareció y, como si fuera una muñeca de trapo, levantó del suelo a Sofía y le dio un abrazo que duró el suficiente tiempo como para hacerme sentir que en ese momento esa era “su chiquita”.
Luego me miró, me extendió la derecha, y al tiempo que me estrujaba la mano, me dijo: "Así que vos sos el famoso Dionisio", produciéndose uno de los silencios más incómodos que viví en toda mi vida.
La dulce madre nos invitó a pasar, y nos acomodamos en nuestras piezas, por supuesto que cada uno tenía la suya. A mi me tocó una que evidentemente antes era un taller mecánico o algo similar, ya que todavía había restos de grasa en algunos sectores del piso.
Ya en la mesa, me llegaron no miles, millones de preguntas del estilo: “¿A qué te dedicas? ¿Dónde estudiaste? ¿Pensás estudiar algo más o con eso te basta? ¿Ese trabajo tiene futuro?” y muchas más que prefiero olvidar.
Yo, que soy un tipo con pocas pulgas, pensé en innumerables oportunidades levantarme de la mesa, decirle un par de cosas al suegro e irme. Pero Sofía, no me lo permitía, ¿Cómo podría hacerle eso a ella? No iba a irme, ni iba a hacer ningún berrinche, ni siquiera responder mal, simplemente porque Sofía no se lo merecía.
Respondí, durante todo el fin de semana, a todas las preguntas con el máximo de respeto y educación, mordiéndome muchas veces la lengua. Pero cada vez que flaqueaba, miraba a Sofía o simplemente la recordaba, y me daba fuerzas de nuevo.
Allí, en casa de mis suegros, descubrí que por más adversa que sea la situación, cuando querés algo o a alguien verdaderamente, siempre vas a encontrar fuerzas y vas a salir adelante.

Su servidor, Dionisio.

miércoles, 9 de julio de 2008

En pareja


Hace seis meses que nos dimos ese gran beso en aquellas playas cerca del faro de Mar del Plata, cinco meses y medio que decidimos ponernos de novios, y cuatro y medio desde que vivimos juntos. Y ya hace dos días que no me la banco, jaja.
No es para tanto, pero la última semana, recién, comencé a descubrir lo jodido que es convivir con alguien, y mucho más con una mujer.
Yo siempre había vivido solo, y por ese mismo hecho, no sabía disfrutar plenamente de esa “libertad”. Además son Sofía todo esta saliendo tan rápido que asusta.
Pero que lindo es entrar a casa con los botines puestos, llenos de barro y dejar tiradas las vendas en el piso después de jugar al fútbol sin que nadie te diga nada. Que lindo que es comer a cualquier hora, simplemente, “cuando haya hambre”.
Qué cómoda era mi cama de dos plazas cuando estaba solo, que lindo que era quedarme viendo una peli con el volumen al máximo si quería, o invitar a unos amigos a jugar al play station hasta la madrugada.
Pero todo aquello, ya quedó atrás, en el recuerdo, en el baúl de mi pasado, junto con juguetes, carpetas de colegio y facultad, y tantas otras cosas uno va desechando en el andar de esta vida que a uno le toca vivir.
Sofía tiene millones de cosas buenas, que seguro ya conté, y seguro también, que me quedé corto en lo halagos. Aún así, nosotros, como casi todo el mundo, tenemos nuestras diferencias, y muchas de ellas radicalmente opuestas, y son ellas las causantes de alguna que otra discusión, que claro, por estar recién de novios, terminan en besos, abrazos y risas, pero algunas suben de tono y pasamos momentos feitos.
Sin embargo, aunque a veces añore viejas actividades o “comodidades” de soltero, aunque hasta me cueste acostumbrarme a esta nueva vida, y a mi nueva compañera de vivienda y de cuarto, estar cerca de la persona que amo me da fuerzas y muchas ganas de seguir.
Y tal vez sea esa la clave del éxito, quizá el estar con la “persona correcta” sea un imposible, pero el estar con la que amas de verdad ayuda a superar esas diferencias, que en momentos parecen insalvables, y al siguiente son tonterías que ambos podemos ceder.
“Ceder”, que palabra. Porque en una fuerte discusión nadie la quiere, ni siquiera nombrar, y mucho menos la piensa como opción, quizá por alguna tonta creencia de que ceder es declararse derrotado o sometido, siendo que en estas cuestiones de pareja, el “ceder” muchas veces implica más una victoria que una derrota. Una victoria de la pareja, y de la convivencia. Porque en la pareja, como en cualquier orden de la vida, lo más importante es la convivencia con el otro, y para ello, para que ésta triunfe, a veces, debemos ceder muchas de nuestras cosas.
Para ceder, antes, me parece, se debe de “tolerar”. Porque el otro puede pensar diferente, porque el otro puede tener costumbres distintas, porque el otro es eso, otro.
También, y por último, se debe, creo, “aprender”. Aprender del otro, como vive, como siente, que le molesta, que le gusta, como le gusta, y porque le gusta lo que le gusta. Aprender a querer al otro, así, como es, sin más y tan simple que eso.
No creo que con estas líneas esté descubriendo nada del otro mundo, o le solucione la vida a alguien con esto, pero tal vez al escribirlas, yo descubra como salir airoso de mis propias dificultades: Tolerar primero, Ceder después y Aprender de eso. No pareciera tan dificil no, pero... ¡Qué jodido esto de estar en pareja eh!
Su servidor, Dionisio.

miércoles, 11 de junio de 2008

Después de tanto palo...


Luego del llamado, agarré mis cosas, sin fijarme demasiado que llevo y que no, y salí en busca de mi Sofía.
No tenía bien en claro a donde iba, solo sabía que me tenía que ir hasta Mar del Plata, de ahí tomarme un colectivo hasta Punta Mogotes, y que cerca del Faro me pasaban a buscar mis amigos.
Y así lo hice, paso a paso, mientras pensaba y pensaba, qué iba a hacer cuando la tenga al frente.
Cuando llegué al Faro, tipo cuatro de la tarde, media hora antes de lo planeado, no había nadie. Sin llegar a impacientarme, como es mi costumbre, traté de mantener la calma, me fui a un barcito que había al frente y me pedí una cerveza helada.
El lugar era muy agradable, mucha gente joven, todos divirtiéndose, un ambiente muy propicio para ir de “soltero”. Chicas muy lindas paseando en “rollers”, pibes jugando al fútbol-tenis, y alguna que otra familia joven disfrutando de las playas.
Yo estaba sentado en una reposera muy cómoda que había cerca del barcito, donde había una sombrilla que tapaba el sol, que para ese entonces ya comenzaba a bajar. Me tomé mi latita de cerveza, y decidí llamar a mi amigo para ver qué había sucedido.
“Uh Dionisio -me dijo-, no sabés tuvimos un problema en casa y creo que esta noche nos vamos a tener que ir”. Cuando me dijo eso, dije por dentro todas las malas palabras que sabía. Pero Gabriel no me dio mucho tiempo para seguir insultando por dentro. “Ya salgo para buscarte y te cuento bien”, dijo.
¿Pero es posible? ¿No voy a tener suerte nunca? Que veneno que tenía.
Cuando ya no se me ocurrían más preguntas tontas, ni reproches para hacer, llegó Gabriel en su autito. Lo saludé con un abrazo y me dijo: “vamos yendo porque hay mucho que contar”.
Cuando nos estábamos yendo me frenó el mozo del barcito. “¡Oiga Don! No se vaya”. Nos miramos con Gabriel y nos quedamos parados, para que nos alcance el hombrecito.
Cuando llega dice el mocito:
- Tiene que pagar la reposera, son $10.
- ¿Quéeeeeee?
- Jajajaja ¿Usaste la reposera?, me dice Gabriel.
- Y si…
-Bueno, vas a tener que pagársela.
Ya estaba re caliente, hacía menos de una hora que estaba ahí, y ya me estaban saliendo las cosas al revés, aún así, decidí conservar la calma, pagar y comerme las cargadas de mi amigo…
Mientras íbamos a la casita, Gabriel me confesó que el padre de su señora estaba medio mal de salud. Cosas que pasan inesperadamente y que causan mucho dolor a los seres cercanos.
Me dijo que ella ya se había ido, que el se quedaba esa noche, pero que era muy probable que al día siguiente salga a la mañana.
“Pero Sofía se queda eh”, dijo, mostrando una sonrisa cómplice.
Trate de hacerme el desinteresado y dije:
-Ah, ¿si? Mira vos.
Y, casi burlándose de mi actitud, me dijo:
- No te hagas el duro, que se que estas muerto con ella.
Y en ese momento, no pude mentirle más y le confesé mi verdad:
- Es, verdad, es que está muy buena. Desde que la conocí, no dejo de pensar en ella.
Así, la conversación fue tomando forma. Gabriel, no se cómo lo hizo, pero supo que yo necesitaba hablar, y con la excusa de mostrarme el pueblo, me dio un paseo que me permitió descargarme.
Al final, me dijo que me tranquilice primero, que ellos tenían la casa por un mes. Sofía se iba a quedar un tiempo cuidando, y ellos, si se solucionaba todo rápido, volvían. Pero que mientras tanto “iba a tener la casa para mi solo”.
Esa última frase que me dijo, me hizo pensar más cosas aún, pero no quería patinarme como la vez anterior.
Al fin, llegamos a la casita. Baje con mi bolsito y con todas las ganas de verla, a Sofía.
Entre a la casa, que de afuera parecía una casita chiquita, chiquita, pero al entrar te encontrabas con una casa muy grande y muy cómoda. Entré al living-comedor, piso de parquet y una enorme biblioteca, en donde, más tarde, pasé horas leyendo, sentado en un viejo pero confortante sillón; que me permitía dormitar, y algunas veces, hasta quedarme completamente dormido, mientras disfrutaba de mis vacaciones.
Al lado, estaba la cocina, muy pero muy amplia. Y allí, estaba ella. Era un sueño, era mi sueño. Estaba de espaldas, con una remera musculosa blanca, que dejaba ver sus ya bronceados y suaves hombros. Tenía además, una mini falda azul que terminó de enamorarme.
Gabriel se me adelantó:
- Sofía, mira a quien te traje…
Yo, muerto de vergüenza le dije un “Hola ¿Cómo estás?”
Ella, con toda la dulzura y frescura, me sonrió y corrió hacia a mi para darme un abrazo. La abracé y me dijo al oido: “Que alegría, no sabés las ganas que tenía de verte”. Con esa frase me mató.
Me llevaron a lo que iba a ser mi pieza durante mi estadía, me acomodé mis cosas, y me tiré unos minutos en la cama a reflexionar sobre lo que estaba pasando.
“Después de tanto pensar, tanto sufrir, reflexionar, meditar, y hasta decidir cambiar muchas de las cosas que soy, llegué aquí”, me dije primero. Y casi sin darme cuenta, cansado por el viaje, me quede dormido, pensando en que tal vez no es tan malo recibir tantos palos, si después viene una alegría tan grande.
Su servidor Dionisio

miércoles, 30 de abril de 2008

La oportunidad al teléfono


Hay valiosas frases, textos y libros completos que llenarían toda una biblioteca hablando sobre las segundas oportunidades. Y seguramente habrá quien haya leído mucho material sobre esto, y hasta pueda dar clases. Sin embargo, estoy seguro que ante la situación, y dependiendo de la importancia de esta, las cosas no serían tan sencillas de resolver, y si habría más de una “segunda oportunidad”, las resolveríamos siempre de manera distinta.
Durante mi vida, dejé pasar miles de segundas oportunidades, tal vez porque no importaban o porque yo no le daba el verdadero valor, o lo que es más probable no tenía la madurez necesaria para reconocerlas.
Pero cuando recibí la llamada de mi Sofía, me di cuenta que esa podría ser mi segunda, y quizá mi última oportunidad, y no quería desaprovecharla.
Al sentir su voz, mi corazón comenzó a golpear fuertemente mi pecho, el pulso se me aceleró y seguramente mi voz demostraba el nerviosismo en el que me encontraba.
Nervios, que solo se calmaban con la dulzura de su voz, y la calidez con la que pronunciaba cada palabra.
Me dijo que me esperó un par de días pero que yo nunca aparecí, que trató de ubicarme en el pueblo, y que al volver a su casa le pidió mi teléfono a Gabriel, mi amigo.
Que me llamó muchas veces, y que ya no lo iba a hacer más, pero quería intentarlo una última vez.
Yo le dije que me dio mucha vergüenza lo que había pasado, y que no me animaba a volver a buscarla, pero que me estuve siempre en el pueblo.
Le confesé que me costó mucho trabajo no buscarla, y que no había dejado de pensar en ella desde esa última noche.
“¿Seguís de vacaciones?”, me dijo. Y cuando le dije que sí, y que todavía me quedaba mucho por delante (casi 15 días), me dijo: “Yo también lo estoy, y te quiero proponer que nos demos una nueva oportunidad de conocernos y hablar”.
Me temblaba el teléfono en la mano, y casi que no escuchaba lo que decía, de tan fuerte que golpeaba el corazón. Pero tampoco quería mostrarme tan interesado (un tarado del año cero…). Así que le pregunte cual era su propuesta.
Me dijo que Gabriel y su señora nos habían invitado, de onda, a pasar unos días en un pueblito cerca de Mar del Plata, donde estaban alquilando una casita con varias piezas, y ella era la encargada de invitarme.
“Que grande mi amigo del alma”, pensé en silencio…
“¡Pero sí! ¡¿Cómo no?!”, le dije. Y antes de que diga nada le pregunté: “¿Querés que lleguemos juntos o como hacemos?”
Me dijo que ella ya tenía el pasaje, y que salía esa tarde.
Por lo tanto, no me quedó otra que pedirle la dirección, asegurar mi presencia, y confirmarle que en cuanto consiga un cole me iba para allá.
Así es la vida, a veces es demasiado ruda: tiene un ritmo acelerado que no podemos llevar, nos pone esos obstáculos que nos complican; y otras veces, como una madre comprensiva, nos da el tiempo justo para reflexionar, sacar conclusiones, y recién nos brinda la oportunidad de volver a actuar.
En mi caso, tenía un poco menos de 15 días para demostrar que había reflexionado, y que no pensaba cometer dos veces la misma macana. Esa era mi chance.

Su servidor, Dionisio.