miércoles, 30 de abril de 2008

La oportunidad al teléfono


Hay valiosas frases, textos y libros completos que llenarían toda una biblioteca hablando sobre las segundas oportunidades. Y seguramente habrá quien haya leído mucho material sobre esto, y hasta pueda dar clases. Sin embargo, estoy seguro que ante la situación, y dependiendo de la importancia de esta, las cosas no serían tan sencillas de resolver, y si habría más de una “segunda oportunidad”, las resolveríamos siempre de manera distinta.
Durante mi vida, dejé pasar miles de segundas oportunidades, tal vez porque no importaban o porque yo no le daba el verdadero valor, o lo que es más probable no tenía la madurez necesaria para reconocerlas.
Pero cuando recibí la llamada de mi Sofía, me di cuenta que esa podría ser mi segunda, y quizá mi última oportunidad, y no quería desaprovecharla.
Al sentir su voz, mi corazón comenzó a golpear fuertemente mi pecho, el pulso se me aceleró y seguramente mi voz demostraba el nerviosismo en el que me encontraba.
Nervios, que solo se calmaban con la dulzura de su voz, y la calidez con la que pronunciaba cada palabra.
Me dijo que me esperó un par de días pero que yo nunca aparecí, que trató de ubicarme en el pueblo, y que al volver a su casa le pidió mi teléfono a Gabriel, mi amigo.
Que me llamó muchas veces, y que ya no lo iba a hacer más, pero quería intentarlo una última vez.
Yo le dije que me dio mucha vergüenza lo que había pasado, y que no me animaba a volver a buscarla, pero que me estuve siempre en el pueblo.
Le confesé que me costó mucho trabajo no buscarla, y que no había dejado de pensar en ella desde esa última noche.
“¿Seguís de vacaciones?”, me dijo. Y cuando le dije que sí, y que todavía me quedaba mucho por delante (casi 15 días), me dijo: “Yo también lo estoy, y te quiero proponer que nos demos una nueva oportunidad de conocernos y hablar”.
Me temblaba el teléfono en la mano, y casi que no escuchaba lo que decía, de tan fuerte que golpeaba el corazón. Pero tampoco quería mostrarme tan interesado (un tarado del año cero…). Así que le pregunte cual era su propuesta.
Me dijo que Gabriel y su señora nos habían invitado, de onda, a pasar unos días en un pueblito cerca de Mar del Plata, donde estaban alquilando una casita con varias piezas, y ella era la encargada de invitarme.
“Que grande mi amigo del alma”, pensé en silencio…
“¡Pero sí! ¡¿Cómo no?!”, le dije. Y antes de que diga nada le pregunté: “¿Querés que lleguemos juntos o como hacemos?”
Me dijo que ella ya tenía el pasaje, y que salía esa tarde.
Por lo tanto, no me quedó otra que pedirle la dirección, asegurar mi presencia, y confirmarle que en cuanto consiga un cole me iba para allá.
Así es la vida, a veces es demasiado ruda: tiene un ritmo acelerado que no podemos llevar, nos pone esos obstáculos que nos complican; y otras veces, como una madre comprensiva, nos da el tiempo justo para reflexionar, sacar conclusiones, y recién nos brinda la oportunidad de volver a actuar.
En mi caso, tenía un poco menos de 15 días para demostrar que había reflexionado, y que no pensaba cometer dos veces la misma macana. Esa era mi chance.

Su servidor, Dionisio.

jueves, 17 de abril de 2008

Principio de Aprendizaje, y superación de Obstáculos

Aprender de un caracol

Al día siguiente de haber llegado de mi viaje, y todavía con quince días de vacaciones por delante, me senté en la mesa del comedor con la idea fija. Estaba decidido, tenía que reponerme y salir adelante de alguna manera, como siempre lo había hecho.
Con muchas cosas en la cabeza, buenas y malas, buscaba y buscaba, para encontrar algo que me ayude. Fue entonces, que encontré algo, una cosa que me enseñaron de chico.
Nunca fui muy buen estudiante, no por capacidad, sino por revoltoso, siempre había algo más entretenido para hacer. “Falta de concentración en clase, y a la hora del desarrollo de las actividades académicas”, era lo que siempre decían mis maestros y profesores. Todo aquello, derivó en que, cuando pasé de la primaria a la secundaria, en el primer año, me quedé de curso.
Pocas veces me sentí tan mal. Recuerdo hasta hoy, como llegué llorando a casa. Mi madre, con muy poca delicadeza me dijo de todo, me grito, y hasta amagó con pegarme, por suerte, en ese momento llegó mi papá para calmarla.
Mi viejo, era un tipo calmado, muy centrado y justo, y tenía algo que eternamente le envidiaré, siempre encontraba la mejor manera de decir las cosas y de resolver los problemas.
Cuando llegó ese día, yo estaba muy nervioso, y con los ojos llenos de lagrimas. Me llevó a mi pieza, con un cuaderno y una lapicera, me llevó una mesa y una silla, y dijo: “Sentáte ahí. Escribí en ese cuaderno tu problema más grande, cuando termines escribí otro, y otro hasta que no tengas más problemas que escribir”.
Al principio me pareció bastante tonto el jueguito. “Pero por lo menos me tranquiliza”, me decía yo mismo.
Cuando al fin terminé, llamé a papá. El, se sentó conmigo y dijo: “Cada uno es dueño de su destino, y somos libres de elegir cualquier camino que nos lleve hacia nuestro objetivo final, como puede ser comprarte una casa, o terminar la secundaria. Y en cada camino, nos encontraremos con problemas e impedimentos, obstáculos que muchas veces nos harán desagradable el trayecto. Sin embargo, estos nos pueden ayudar, aunque no lo parezcan en un primer momento. No es fácil darse cuenta, pero lo más importante de encontrar una dificultad, no es la manera de resolverla, sino, entender que la mayoría de ellas se pueden evitar, y que ello solo depende de nosotros”.
Me quedé callado un segundo, casi sin comprender del todo, hasta que le pregunte “¿cómo se hace?”.
“Fácil –me dijo-, el primer paso es reconocer nuestra responsabilidad en el problema, y a partir de allí, es todo más sencillo aún. Lo siguiente es descubrir en que se falló, y que se podría haber hecho para evitarlo. Y por último, hay que comprometerse a no repetir los mismos errores”
Allí, finalmente entendí lo que me quería decir.
Antes de irse, papá me miró y, tocándome la cabeza, dijo: “A todo esto se lo suele conocer como maduración y experiencia. Confío, en que esto que te pasó hoy, te sirva para aprender, y que no vuelvas a cometer los mismos errores”.
Al recordar todo esto, me di cuenta que hacía un tiempo que venía cometiendo muchos errores, y que desoyendo los sabios consejos de mi padre, no aprendía de ellos.
“Es momento de cambiar”, me dije, mientras me levantaba presto a modificar algunos aspectos de mi vida.
En ese momento, en que había resuelto gran parte de lo que me preocupaba, en una lucha filosófica y anecdótica a la vez, el sonido del teléfono me regresó a la tierra.
Fui hasta el aparato, y al contestar escuché:
“Hola, ¿Dionisio? ¿Dónde estuviste? Te estuve llamando días enteros, soy Sofía”.