Mi abuelo era hijo de inmigrantes sirios. Sus padres llegaron al país desde Siria a principios de siglo, junto con una gran corriente inmigratoria que refundó y transformó a Argentina en el crisol de culturas que hoy es.
Los sirios tienen una cultura muy rica, interesante y digna de apreciar. Algunos de los símbolos que más trascendieron y que más representan a esa cultura son las danzas de odaliscas, la comida, la música y algunos términos que quedaron incorporados en nuestro idioma.
Mi abuelo llevaba en sus venas y en su corazón la sangre siria, y a veces se ofendía cuando alguien lo llamaba “el turco”. “Yo no soy ningún turco, yo soy de Siria, estos son unos ignorantes…”, decía refunfuñando el viejo que a duras penas había completado la primaria.
El se llamaba Salim, pero sus amigos y familiares se habían acostumbrado a decirle “salicho”.
Cuando se casó y llevó a mi abuela de la gran ciudad a un pueblito casi desértico muchos le preguntaron qué iba a hacer allí en un lugar tan desolado y alejado de la mano de Dios. El, despreocupado como siempre, se limitó a contestar que simplemente iba a “sobrevivir”.
Y así fue, poco a poco “Don Salicho”, como lo fueron conociendo en el pueblo fue construyéndose una vida. Primero puso un almacén que tenía fiambres, unas pocas bebidas preparadas por él y alguna que otra “chuchería” vieja, como tornillos o herramientas usadas. Como en el pueblo no había nada, mi abuelo comenzó a hacer viajes en una camionetita que había podido comprar con ahorros trayendo más cacharros y mercadería. A veces, entre un pueblo y otro, algunas de las cosas las vendía ya en el camino al mejor estilo de “vendedor ambulante”.
En unos de esos viajes, mi abuelo se encontró con que el camino de retorno estaba cerrado. El siempre volvía por la misma vieja ruta; un camino de tierra que el Virrey de Liniers había mandado a construir en 1809. Para ese entonces, era el más transitado y el más cuidado también.
Al ver que éste estaba cerrado, volvió al pueblo que había pasado unos kilómetros atrás para preguntar qué es lo que podía hacer. El pueblito, ya extinto, se llamaba “El Sacramento”, y no tenía más de seis casitas. De las cuales parecían deshabitadas todas.
Allí encontró a un joven artesano que estaba realizando un tejido con lana de vicuña. Se acercó y le relató lo sucedido.
- “Mire – le dijo el joven -, hay otro camino que lo lleva a donde usted va, queda por el medio del monte, mi casa queda de camino, yo si quiere le indico como llegar. Pero le recomiendo que lo haga mañana porque ya está oscureciendo. Aquí en el pueblo seguro le prestan una cama para dormir”
El viejo viajero, acostumbrado a largos viajes nocturnos, miró la hora y dijo: “Pero si son recién las siete, en dos o tres horas estoy en mi casa”
- “Oiga don, aquí oscurece temprano, y no conviene andar en oscuras por ahí”
Sin embargo, cabeza dura como siempre, mi abuelo le insistió en que le diga dónde estaba el camino y que se quede tranquilo porque él mismo se iba a asegurar de llegar sano y salvo a su casa. “A mi no me hace falta niñera”, dijo entre dientes.
El joven resignado ante la obstinación del extranjero se limitó a señalarle el camino, re advirtiéndole que era peligroso.
Así, luego de agradecerle, y convidándole con un vino que llevaba, Don Salicho se subió a la vieja camioneta Ford y perfiló hacia el camino indicado.
Luego de quince minutos de viaje se dio cuenta que en verdad había oscurecido rápido, y, entre risas, se decía a sí mismo: “Tenía razón el pibe. Anocheció rapidito”.
De golpe, la camioneta pegó una frenada. Y tras la nube de humo que se produjo se pudo distinguir bien…Había un caballo en medio del camino. Pero… no estaba solo, montándolo había un gaucho. No se lo distinguía con claridad. Parecía tener un chaleco oscuro, y entre la oscuridad y el sobrero no podía distinguirse el rostro de éste.
Mi abuelo, sorprendido y molesto por la actitud de quedarse parado en medio del camino, tocó un par de veces la bocina. Al no recibir respuesta, bajó el vidrio de la ventana y le gritó al gaucho que se corriera.
Gaucho y caballo, ahí: quietos, inmutables, como si no pasara nada.
- “Ya vas a ver si te vas a correr o no”, dijo mi abuelo, tomando su escopeta de caño largo que llevaba siempre a sus viajes, y, dispuesto a encararlo, bajó de la camioneta.
Mientras se acercaba, notó que la temperatura había descendido demasiado para ser verano, según calculó estaban en unos cinco grados.
- “Te dije que te corras”, le gritó al gaucho. Pero cuando intentó tomar de las riendas al caballo no pudo. Sus manos pasaron de largo. Las riendas del freno del caballo se les escapaban entre los dedos, como si se esfumaran cada vez que intentaba agarrarlas.
Una hora más tarde, el mismo joven que le había enseñado por dónde ir, lo encontró desmayado en el medio del camino, con el motor y las luces de la camioneta encendidos...
Mi abuelo, todavía asustado, no recordaba nada de lo que pasó después de que intentó agarrarle las riendas al caballo.
El joven le ofreció ir a su casa que estaba a pocos kilómetros de allí y quedarse esa noche para tomar una sopa caliente y pasar el mal trago y el susto. Obviamente, el viejo aceptó y a la mañana siguiente, con la luz del día, salió rumbo al pueblo donde lo esperaba mi abuela.
Su servidor, Dionisio
2 comentarios:
hola...como estas? no sabia que escribias tan bien...tenes un don increible...aprovechalo...saludos desde Misiones
Gaby
Ah visto q me estoy poniendo al día? yo tengo la capacidad de ver todo x imágenes pro vos tenes el don d hacerme ver hasta los detalles: barbudo y fuerte tu abuelo eh!
Bussis
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