No dejo de extrañarla. Sus ojos se clavan en mi nuca, todavía siento su perfume en mi casa y su sonrisa no deja de perseguirme ni un solo instante.
Maldita la hora en que la conocí. Me llena de bronca haber vivido y haber disfrutado tantas cosas con ella, porque no la tengo y es eso lo que hoy no me permite olvidarla.
La conocí hace muchos años. Recuerdo aquel día como si fuera ayer, aunque de esa época, en la memoria sólo me quedó aquello: cuando entró al aula por primera vez.
Lo hizo de una forma imponente, radiante, como cada vez que entro y salió de mi vida. Ese día tenía un delantal blanco y una pollerita azul, dos coletas en el pelo, y en su rostro millones de dulces pecas que la hacían aún más hermosa.
Durante todo el colegio no hice otra cosa que pensar en ella y tratar de acercarme, y aunque siempre intentaba disimularlo, era tan obvio que todo el mundo lo percibía. Con el tiempo, ese “amor juvenil” se fue arrinconando a un costado y le fue ganando espacio un cariño distinto: un cariño de amistad.
Con Cecilia fue así, casi sin darnos cuenta nos hicimos amigos. Y cuando mejor nos llevábamos se cambió de colegio y desapareció de mi vida.
Yo, obviamente continué con mis cosas: conocí muchos amigos y otras tantas chicas.
Al terminar el colegio me embarqué a la gran aventura que fue venirme a una ciudad tan grande como esta. Y el destino, casi burlándose de nuevo de mi, en mi primera salida me la cruza.
Tal vez porque no soy poeta, o porque no tengo la prosa suficiente, me cuesta horrores expresar lo que sentí en ese instante en que la volví a ver después de tantos años. Me es difícil incluso escribirlo porque esa imagen, aún hoy me acompaña y todavía me paraliza, como lo hizo aquella vez. Recuerdo que me puse nervioso, que no supe bien qué decir, qué contar, qué preguntar. Que el corazón me latía muy rápido y que, como un bobo, la situación misma me daba vergüenza.
Por suerte, ella tuvo, como siempre, la tibieza necesaria y suficiente para darme su dirección.
Pero tampoco fui a su casa desesperado. Por el contrario, me tomé un tiempo prudencial. Intente mantener la calma y dejé pasar unos días. Claro que mientras tanto no dejé de pensar ni un segundo en ella.
Cuando al fin nos encontramos en su casa, en donde vivía sola, comenzamos a charlar, a recordar travesuras, y tantas cosas vividas juntos. Nos contamos muchas cosas de nuestras vidas: de las cosas ya hechas, de las por vivir, de los objetivos.
Fue como si, no se… Esos momentos raros que a veces se le presentan a uno: como si nunca nos hubiéramos separado pero al mismo tiempo si.
Ella estudiaba lo mismo que yo, y hasta iba a la misma facultad. “Gracias Dios”, pensé por dentro cuando me lo contó, al tiempo que me daba un abrazo.
Estaba de novia. Algo que a mi no me preocupaba tanto, ya que yo estaba más contento de recuperar a mi amiga que a aquella chica que me gustaba.
Más tarde conocí al novio. Pibe piola, del interior también. No nos hicimos amigos nunca. Tal vez porque él, en el fondo, sabía algo que yo todavía no, o sí, pero que no lo quería aceptar. A mi Cecilia me gustaba, y nunca me iba a dejar de gustar.
Y así pasaron dos años, compartiendo cosas y disfrutando de la mejor de las amistades. Yo, con las chicas iba y venía, nunca tenía nada fijo; y ella por su lado estaba con su chico al parecer bien.
Sin embargo un día, de la nada, me llama y me cuenta que habían cortado para siempre, porque descubrió que él salía con otra flaca.
Yo la verdad no lo podía creer, si bien el loco era medio fachero, también era un salame incapaz de mentir hasta en el truco. A parte, la tenía a ella que era casi perfecta. Pero bueno, como dije “era un salame”.
Le dije que se tranquilizara que al principio iba a doler pero que tarde o temprano iba a pasar, que contara conmigo para lo que necesite el tiempo que le haga falta. Y pasó. Pasaron dos o tres meses y ella estaba cada día mejor.
Y nosotros salíamos todos los fines de semanas, fue la mejor época, hablábamos de todo: nos unimos como nunca.
La vida, punzante como es, a veces te pone pruebas, o como dicen las viejas: “te deja el palito para ver si lo pisas”.
Una noche de esas, volvíamos los dos medio mamados (más mamados que medios). Cuando la dejo en su casa me dice que perdió las llaves en el boliche. Yo tenía en casa el otro juego, así que allá fuimos.
Cuando llegamos, pasamos, le serví un té como para pasar un poco el alcohol, y no llegamos a darle ni un sorbo. No se que habrá sido. Nos confundimos. Patinamos. No se ni qué calificativo ponerle o como describir la seguidilla de cariños y besos que nos dimos uno al otro.
A la mañana siguiente no recordábamos mucho pero si lo suficiente. Amanecimos desnudos abrazados uno al otro. Fue un momento medio tenso, debo reconocerlo. No entendíamos mucho, ni tampoco quisimos entender mucho más.
Ella se levantó, se vistió, agarró sus llaves y se fue.
Yo intenté detenerla para conversar sobre lo que había sucedido, pero fue en vano. Sólo dijo: “Después hablamos”.
Pasamos un mes sin hablarnos. Cuando al fin tomé valor y me decidí ir a su casa, me llama por teléfono y me dice que estaba en el aeropuerto, que se iba a Europa, y que no sabía cuándo volvería, si es que alguna vez lo hacía.
Por más que intenté convencerla, no hubo caso, ya lo había decidido.
Maldita la hora en que la conocí. Me llena de bronca haber vivido y haber disfrutado tantas cosas con ella, porque no la tengo y es eso lo que hoy no me permite olvidarla.
La conocí hace muchos años. Recuerdo aquel día como si fuera ayer, aunque de esa época, en la memoria sólo me quedó aquello: cuando entró al aula por primera vez.
Lo hizo de una forma imponente, radiante, como cada vez que entro y salió de mi vida. Ese día tenía un delantal blanco y una pollerita azul, dos coletas en el pelo, y en su rostro millones de dulces pecas que la hacían aún más hermosa.
Durante todo el colegio no hice otra cosa que pensar en ella y tratar de acercarme, y aunque siempre intentaba disimularlo, era tan obvio que todo el mundo lo percibía. Con el tiempo, ese “amor juvenil” se fue arrinconando a un costado y le fue ganando espacio un cariño distinto: un cariño de amistad.
Con Cecilia fue así, casi sin darnos cuenta nos hicimos amigos. Y cuando mejor nos llevábamos se cambió de colegio y desapareció de mi vida.
Yo, obviamente continué con mis cosas: conocí muchos amigos y otras tantas chicas.
Al terminar el colegio me embarqué a la gran aventura que fue venirme a una ciudad tan grande como esta. Y el destino, casi burlándose de nuevo de mi, en mi primera salida me la cruza.
Tal vez porque no soy poeta, o porque no tengo la prosa suficiente, me cuesta horrores expresar lo que sentí en ese instante en que la volví a ver después de tantos años. Me es difícil incluso escribirlo porque esa imagen, aún hoy me acompaña y todavía me paraliza, como lo hizo aquella vez. Recuerdo que me puse nervioso, que no supe bien qué decir, qué contar, qué preguntar. Que el corazón me latía muy rápido y que, como un bobo, la situación misma me daba vergüenza.
Por suerte, ella tuvo, como siempre, la tibieza necesaria y suficiente para darme su dirección.
Pero tampoco fui a su casa desesperado. Por el contrario, me tomé un tiempo prudencial. Intente mantener la calma y dejé pasar unos días. Claro que mientras tanto no dejé de pensar ni un segundo en ella.
Cuando al fin nos encontramos en su casa, en donde vivía sola, comenzamos a charlar, a recordar travesuras, y tantas cosas vividas juntos. Nos contamos muchas cosas de nuestras vidas: de las cosas ya hechas, de las por vivir, de los objetivos.
Fue como si, no se… Esos momentos raros que a veces se le presentan a uno: como si nunca nos hubiéramos separado pero al mismo tiempo si.
Ella estudiaba lo mismo que yo, y hasta iba a la misma facultad. “Gracias Dios”, pensé por dentro cuando me lo contó, al tiempo que me daba un abrazo.
Estaba de novia. Algo que a mi no me preocupaba tanto, ya que yo estaba más contento de recuperar a mi amiga que a aquella chica que me gustaba.
Más tarde conocí al novio. Pibe piola, del interior también. No nos hicimos amigos nunca. Tal vez porque él, en el fondo, sabía algo que yo todavía no, o sí, pero que no lo quería aceptar. A mi Cecilia me gustaba, y nunca me iba a dejar de gustar.
Y así pasaron dos años, compartiendo cosas y disfrutando de la mejor de las amistades. Yo, con las chicas iba y venía, nunca tenía nada fijo; y ella por su lado estaba con su chico al parecer bien.
Sin embargo un día, de la nada, me llama y me cuenta que habían cortado para siempre, porque descubrió que él salía con otra flaca.
Yo la verdad no lo podía creer, si bien el loco era medio fachero, también era un salame incapaz de mentir hasta en el truco. A parte, la tenía a ella que era casi perfecta. Pero bueno, como dije “era un salame”.
Le dije que se tranquilizara que al principio iba a doler pero que tarde o temprano iba a pasar, que contara conmigo para lo que necesite el tiempo que le haga falta. Y pasó. Pasaron dos o tres meses y ella estaba cada día mejor.
Y nosotros salíamos todos los fines de semanas, fue la mejor época, hablábamos de todo: nos unimos como nunca.
La vida, punzante como es, a veces te pone pruebas, o como dicen las viejas: “te deja el palito para ver si lo pisas”.
Una noche de esas, volvíamos los dos medio mamados (más mamados que medios). Cuando la dejo en su casa me dice que perdió las llaves en el boliche. Yo tenía en casa el otro juego, así que allá fuimos.
Cuando llegamos, pasamos, le serví un té como para pasar un poco el alcohol, y no llegamos a darle ni un sorbo. No se que habrá sido. Nos confundimos. Patinamos. No se ni qué calificativo ponerle o como describir la seguidilla de cariños y besos que nos dimos uno al otro.
A la mañana siguiente no recordábamos mucho pero si lo suficiente. Amanecimos desnudos abrazados uno al otro. Fue un momento medio tenso, debo reconocerlo. No entendíamos mucho, ni tampoco quisimos entender mucho más.
Ella se levantó, se vistió, agarró sus llaves y se fue.
Yo intenté detenerla para conversar sobre lo que había sucedido, pero fue en vano. Sólo dijo: “Después hablamos”.
Pasamos un mes sin hablarnos. Cuando al fin tomé valor y me decidí ir a su casa, me llama por teléfono y me dice que estaba en el aeropuerto, que se iba a Europa, y que no sabía cuándo volvería, si es que alguna vez lo hacía.
Por más que intenté convencerla, no hubo caso, ya lo había decidido.
Cada tanto me envía un mail para navidad o para el día del amigo.
“Te quiero mucho Dionisio, cuidate”, fue lo último que escuché de la mejor amiga que alguna vez tuve y de la mujer que descubrí en ella.
Su servidor, Dionisio
“Te quiero mucho Dionisio, cuidate”, fue lo último que escuché de la mejor amiga que alguna vez tuve y de la mujer que descubrí en ella.
Su servidor, Dionisio
1 comentario:
Amigo te quiero!!! Graciaaaas sos un bombón (no te la creas no es por lindo es por dulce jeje) P/D:continua en tu correo, aqui solo para q veas q siempre estoy pendiente de dionisio, besotes
Mari
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