sábado, 15 de agosto de 2009

Lo difícil que es conocer mujeres


Desde aquel día en que Sofía me dejó las cosas no han dejado de ser difíciles para mí. Al principio, en un intento de demostrarme a mí mismo que me quedaba algo de orgullo, estuve solo. Algo que no recomiendo: grité en silencio, escribí mil llantos en eternas hojas que nunca saldrán a la luz e intenté en vano olvidar lo que era inevitablemente que recordara a diario. La herida sangraba y parecía no cerrarse nunca. Me pregunté mil veces en qué había fallado, y no encontré nunca una buena respuesta. Todo aquello hasta que por fin descubrí que solo no iba a poder salir. Y fue entonces cuando comencé a escuchar a mis amigos y pude ir saliendo de mi propio karma. Allí, en medio del infierno, estuvieron mis amigos: incansables guerreros, luchando día tras día, escuchando y remando conmigo.
Pero el “salir” no sólo consiste en “olvidar” al viejo amor. Consiste también en abrirse paso en la vida, comenzar a salir y darse la oportunidad de conocer a alguien más. Y a mi edad esta última parte es la más difícil.
Eso de salir y retomar “el ritmo” lleva su tiempo. Lo primero que me dijeron es que debía renovar el guardarropa. La primera vez que salí, a tomar algo por ahí un viernes, me comí la gastada de la noche, porque fui con camisa, pantalón de vestir, zapatos y un bucito alrededor del cuello.
“Así se viste mi tío los domingos”, me decía Juan.
Ese mismo sábado por la mañana un amigo me llevo a comprar un pantalón de esos anchos y modernos, una remera manga larga que tiene unos estampados horribles y unas zapatillas blancas que yo usaría para ir al rio a tomar mate.
Tras aprender mi primera lección, quedaba la segunda: “La ropa y la plata no consigue nada por si sola”. Si señores, ese era recién el comienzo.
Volver a entrar a un boliche, con la intensión de conocer a alguien después de tanto tiempo, es una sensación rara.
-Hoy conoces una minita seguro- dijo uno de los chicos, mientras yo admiraba a una de las promotoras que estaban en la puerta.
Yo cauto, aunque confiado por mi pasado arrasador en los bailes regionales de mi pueblo, sólo dije: “Ya veremos…”, dejando un pequeño lugar a los imponderables.
Lo primero que fui notando es que no sólo la música que pasaban era distinta a la que acostumbro a escuchar, sino que se baila totalmente diferente a lo que yo acostumbraba en “mis épocas”.
Aún así, y refortalecido por los ánimos de mis compañeros de travesía, tomo valor (entre muchas otras cosas que comienzo a tomar) y miro la situación con un inesperado optimismo.
Luego de casi dos horas de estar parados en la barra tomando no sé qué cantidad de ingestas alcohólicas y de escuchar interminables comentarios de los muchachos sobre las mujeres allí presentes, decidí que para mí era suficiente.
Hizo falta que les diga eso a mis amigos para que comenzaran con que no me podía ir sin haber conocido a alguien. Yo, con mi estado, no tuve argumentos válidos ante una catarata de comentarios que ejercían una notable presión ante mí y a mi ya perdida conciencia.
-Encará allá- me dijo el “Perro”, señalándome a, seguramente, la más sexy del boliche.
Sus largas piernas se deslizaban por el boliche, y en cada paso parecían encenderse las baldosas del piso. Nadie podría siquiera suponer que una mujer así me daría cierta oportunidad siquiera a hablarle. Pero ellos sí.
“¿Estos son amigos o enemigos?”, pensé cuando el “rata” se fue hasta donde ella estaba bailando su “reggaetón” y comenzó a hablarle, mientras que me señalaba a lo lejos.
No sé cómo pero el loco, con su increíble labia y poder de convencimiento, no sólo logró convencerme a mí de bailar con alguien esa noche, sino que convenció a aquella chica de bailar conmigo. Y allí estábamos: la más sexy con el más nabo. “Se cumple la regla del embudo”, deben haber dicho varios, y no los culpo. Si yo me hubiera mirado desde lejos también lo hubiera pensado.
Recuerdo poco, por suerte. Sólo sé que me paré allí, moviendo ridículamente las manos, sin levantar los pies, mientras que ella, diosa total, bailaba una de esas canciones del tal Daddy Yanky. Sabiendo que estaba pasando uno de los mayores papelones de mi vida, casi desesperadamente comencé a mirar a mis amigos, creo que esperando a que vengan a “salvarme” de una peor humillación. Qué errado que estaba, lejos de ello mis amigos me hacían gestos de aprobación, levantándome el pulgar.
Mi transpiración comenzaba a develar mi nerviosismo. Y si aquello, de que no podía coordinar los pies y el intento de que no se note cuán tarado me sentía, fuera poco iban pasando los temas musicales. Según mis amigos sólo fueron dos y medio, pero para mí fueron como veinte.
La cosa es que yo a la chica nunca le dije nada, ni un “hola”. No sé, no me salía. Obviamente, al cabo de unos breves minutos me dejó de florero en mitad de la pista liberándome de la tortuosa situación. Aquel “me voy con mis amigas” fue el sello de una noche, de tantas otras que seguramente deberé pasar.
La edad me está sacando boleta y mis amigos se empeñan en recordármelo todos los fines de semana. Lo peor es que, siempre, al retornar a casa, con las zapatillas nuevas pisadas hasta los talones, pienso en mi vida y en lo difícil que será conocer a ese alguien.
Su servidor, Dionisio.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Una duda q edad tiene Don Dionisio? sera q esta cercano a los 30!! ;)
Mari