martes, 20 de octubre de 2009

Charla para tres


Desde hace un tiempo que me he convencido que la única manera de dejar el pasado atrás es saliendo, he intentando no estar solo, ya que uno termina extrañando lo vivido, no porque extrañe a la pareja sino porque lo que se extraña es el hecho de estar en pareja. Por lo que nada mejor que estar entre amigos.
El otro día fue el cumpleaños de un amigo, era lógico que todos los que nos consideramos cercanos a él estuviésemos allí.
Francisco tiene mi misma edad, solo nos llevamos unos meses, por lo que siempre hemos sido compañeros de salidas y de eternas noches. Todo hasta que hace un año comenzó a salir con Gabriela, una de las chicas del grupo.
Ella, con sus profundos ojos grises y unas curvas dignas de contemplar, siempre estuvo en la mirada de muchos de los chicos. A mi particularmente no me gustaba, no era de mi tipo. De hecho desde que la vi, me pareció medio narigona y le restó muchos puntos desde el principio. Sin embargo la Gaby tiene, además de un físico interesante, una simpatía única; no hay forma de encontrarla de mal humor o enojada por algo, siempre con una sonrisa o predispuesta a ello.
Desde que comenzaron a salir con el “Panchito”, como le decimos a Francisco, se distanciaron un poco de nosotros. Lógico, cuando te ponés de novio los primeros meses sólo tenés ojos y oídos para tu pareja. Con el tiempo, se comenzaron a reacoplar a la vida en sociedad, hasta el día de hoy en que salen en pareja con otros chicos y se suelen divertir mucho.
Sin embargo, yo hacía mucho tiempo que no sabía nada de ellos, así que cuando llegué para el cumple, a la casa de panchito, me desayuné con la noticia de que hacía dos meses que vivían juntos.
Obviamente que me alegró por ellos y se los hice saber, primero a los dos juntos, luego a la Gaby y mas tarde a Panchito. Cuando se lo dije a él noté algo raro, no se, como que escuchó mis felicitaciones pero casi por compromiso, como si en realidad no me hubiera escuchado, o como si no le interesaría escucharme en realidad.
Me pareció rarísimo, Panchito no era así, pero pensé que quizás era una huevada mía.
En la fiesta no estuvieron nunca juntos, ella cada tanto se me acercaba, me sacaba a bailar o algo, él en cambio, casi que ni habló en toda la noche, todo muy raro.
Yo por mi lado no hice mucho, traté de disfrutar con los otros chicos y cuando venía la Gaby (cada vez más en pedo) tratar de integrarla, como siempre lo hice.
Aún así, la situación me incomodaba un poco, así que decidí irme a casa medio temprano, saludé a todos mis amigos, me despedí de Gabriela y fui a saludar a Panchito.
El me acompañó hasta la puerta de su casa, y antes de que me vaya me dijo: “Mañana te llamo porque tenemos que hablar”.
No voy a negar que esas palabras me taladraron la cabeza lo que quedaba de noche y que me costó mucho trabajo conciliar el sueño, pero intenté mantener la calma, después de todo no sabía sobre qué me quería hablar.
Al día siguiente, alrededor de las 4 de la tarde, suena el celular; era él: “¿Estás en tu casa? En 10 minutos te paso a buscar en el auto”, me dijo.
No me dejó espacio ni siquiera a responder ni mucho menos a preguntar algo, me cortó así nomás; seco.
Puntual como siempre, 10 minutos más tarde pasó por la puerta del edificio. Yo ya estaba esperándolo abajo, listo.
Subí al auto y arrancamos.
Intenté cierto diálogo, pero él, serio e inmutable, me dijo: “Ahora cuando lleguemos hablamos”.
Así que ahí estaba, callado, confundido y hasta sorprendido por la situación, sin entender absolutamente nada de lo que sucedía con mi amigo y por qué me trataba así.
Salimos de la ciudad e hicimos un par de kilómetros por la ruta. De golpe detiene el auto en medio de la nada y me dice: “Bajate acá Dionisio”
La verdad es que cada vez entendía menos, pero accedí y me bajé. A los segundos se baja, pone la alarma del auto y me dice que lo siga.
Una vez más le hago caso y caminamos por el medio del campo un par de metros, hasta que, conforme con el lugar, dice: “Aquí está bien”
- Ahora me podés explicar qué es todo este circo – le digo ya medio caliente
- Mirá loco, a vos te conozco hace años y siempre fuiste mi amigo, siempre nos dijimos las cosas, cara a cara, y por eso te traje aquí: para que nos las digamos de frente y que pase lo que tenga que pasar.
- Pero ¿qué va a pasar? Explicáme porque no entiendo nada.
Con los ojos medios nublados de lágrimas, producto de la bronca o de la tristeza, o quizás de la mezcla de ambas cosas comenzó su relato.
- Hace dos semanas me dijeron que vieron a Gabriela entrando a un hotel alojamiento con otro tipo. Al principio no le creí a esa persona, viste que siempre hay gente mala leche que habla boludeces de envidiosa nomás, pero después la fui pensando. Además, a la Gaby la notaba medio rara, como nerviosa, no se como explicarlo, pero cada día que pasaba estaba más seguro que la Gaby no era la misma y que en algo andaba. Un día no aguanté más y la encaré, así, de una. Le dije todo lo que había visto en ella, lo que me habían contado y que no me podía mentir porque yo me estaba dando cuenta que en algo andaba. Y ¿sabés lo me dijo?
- No – le respondí
- Que sí, que era verdad, que estaba saliendo con un tipo. ¿Podés creer? Ni siquiera intentó negarlo, lo dijo así nomás, como si fuera lo más natural del mundo. Y, como para asegurar la estocada, cuando le pregunté si yo lo conocía me dijo que sí, pero que no me iba a decir quien era. Pero que era un amigo mío y que no tenía que ser muy inteligente como para descubrirlo. Y aquí estamos compañero, te estoy dando la oportunidad de que me digas la verdad, y si nos tenemos que reventar a trompadas en este descampado no haya nadie que nos separe.
Yo la verdad es que me quedé sin palabras, me sorprendió ya la confirmación de Gabriela, porque si bien siempre la vi como una mina muy divertida nunca me imaginé que podría hacer algo así; y la acusación de Francisco me terminó por descolocar, con lo que no encontraba herramientas para defenderme.
Lentamente fueron saliendo palabras de mi boca, y fui intentando que mi amigo entre en razón, por lo menos con respecto a mi. Yo siempre la miré a la Gaby como una amiga, nunca me gustó y, además, yo no era así, siempre fui muy respetuoso con las mujeres de mis amistades, y eso él lo sabía desde siempre. Y si aún no fuera así, mis horarios y los de ella eran totalmente opuestos, no había forma ni momento. Por suerte se convenció de que yo no era el “mal amigo”.
Ya calmados volvimos al coche y emprendimos la vuelta a casa. Pero no me la dejó fácil.
- Está bien Dionisio – me dijo- te creo cuando me decís que no sos vos el que me cagó, y confío en vos y en nuestra amistad. Sin embargo no puedo dejar las cosas así, necesito pedirte algo.
- Lo que sea- le dije.
- Quiero que hables con Gabriela y que me ayudes a saber quien es.
No hay nada peor que meterse en medio de una pareja, yo siempre lo he dicho y siempre lo he sabido, por eso he tratado de huir de este tipo de situaciones. Pero aquí no podía hacer nada: lo tenía a mi amigo con lágrimas en los ojos por la mujer que amaba. ¿Cómo decirle que no lo iba a ayudar? Así que, pese a que no me gustó mucho la idea, le dije que si, y que íbamos a ver qué se podía hacer.
Regresé a casa, todavía nervioso por la situación, me acosté pensando en Francisco y en lo mal que se debe sentir, en lo duro que debe ser convivir día a día con la mujer que te engañó con un amigo y en lo doloroso que debe ser saber que tenés un amigo que no sólo te engañó con tu mujer, sino que nunca tuvo el coraje de decírtelo y encima se sigue disfrazando de amigo.

Su servidor Dionisio.

jueves, 17 de septiembre de 2009

Mis primeros besos


Hasta no hace mucho tiempo sabía manejar tan sólo el msn, ahora escribo un blog y de a poco fui conociendo algunas de las innumerables redes sociales de Internet que hoy existen. Amigos y amigas me invitaron a participar de estas nuevas maneras de comunicarse y conocerse. Al principio, como todo, no sabía cómo usarlas y ni para que eran usadas. Luego, con el tiempo, aprendí que no son tan difíciles como parecían en un primer momento y que sirven entre otras cosas para reencontrarse con viejos conocidos.
Hace poco, en una de estas redes sociales, me encontró un compañero de la primaria, y ya hábiles en esto de Internet nos intercambiamos correos y comenzamos a chatear. Darío fue compañero mío desde segundo grado hasta séptimo, momento, en ese entonces, en que los chicos solían egresar de la primaria para pasar al primer año del secundario; hoy la verdad es que no se cómo es, en definitiva cambiaron tantas veces que me mareó un poco, y al no tener hijos uno se queda afuera de estos cambios.
Mi ex compañero me hizo recordar muchas cosas lindas: charlas, juegos y travesuras que compartimos juntos, y con Javier, otro de mis inseparables amigos de la escuela; recuerdos verdaderamente hermosos. Pero lo que más me agradó recordar, fue algo que me pasó en sexto grado, y que la verdad me había olvidado completamente. Y sinceramente, no se cómo Darío se acordaba de un hecho tan insignificante para su vida, y yo me olvidado completamente, siendo que había sido algo casi trascendental para la mía.
Yo desde siempre estuve cuasi-enamorado de Cecilia, pero nunca me animé a decírselo, y los únicos que lo sabían eran Darío y Javier, mis dos inseparables amigos, mis hermanos de la vida, mis confidentes, aquellos que nunca podían traicionar algo tan elemental y básico como el código de la amistad.
El “Día del estudiante”, día en el que se realizaban innumerables y eternos festivales dentro y fuera del pueblo, era un día mágico, la juventud salía y se hacía dueña de la calle, y en cada plaza había decenas de chicos disfrutando de su día. Los muchachos, por lo general, al principio jugábamos a la pelota solos pero luego, tal vez empujados por algún instinto extraño de participación mixta, invitábamos a las chicas a unirse al grupo haciendo el clásico “mezcladito”.
Mas tarde, nos juntábamos a jugar a aquellos juegos que nos daban vergüenza pero que nos permitía estar cerca de “robarle” un beso a la nena que nos gustaba. El Semáforo, La Botellita y el Verdad o Consecuencia eran lo ideal para estos fines.
Yo siempre me ligaba los cachetazos de todas las chicas, y para no ser menos Cecilia también me los daba. Pero este año iba a ser distinto yo tenía un plan.
Aquel 21 de septiembre, cuando el calor seco del pueblo se comenzaba a hacer sentir, un rato después de jugar a la pelota, vi a Javier justo cuando se estaba tomando la coca de Darío, y este no tardó en notarlo y se le fue encima. Yo había visto toda la escena de lejos, me acerqué sigilosamente a los dos y les dije que eran unos tarados por pelearse por una huevada así, agarré la latita de gaseosa y la tiré al piso y la pisé ahí mismo, delante de esos dos gladiadores que se la estaban disputando.
¡Para qué hice eso! A Javier no le importó nada, total el ya había tomado, pero Darío me quería comer crudo, pero no lo hizo. Inteligente, se fue enojado pero calladito, directo a planear su estrategia de venganza.
- Parece que el gil se enojó en serio- me dijo Javier sorprendido pero con una risa complice.
- Ma si, que se enoje- le respondí.
Pero me quede pensando eso si. ¿Qué iría a hacer este?, yo lo conocía muy bien y sabía que algo tenía entre manos.
Ya aseaditos y frescos, estábamos listos para ir, como aquellos príncipes enamorados, en busca de nuestras princesas.
Cuando llegamos no estaba Darío, algo que nos llamó la atención, el no era de perderse tamaño acontecimiento. Justito antes de comenzar con La Botellita, aparece con Martita, otra de mis compañeras, la más revoltosa y picarona de todas.
- ¿Qué le pasa a estos dos? ¿Viste la cara que tienen? Estos hicieron algo- me resopló Javier al oído poniéndome más nervioso de lo que ya estaba.
Nos juntamos en una ronda los chicos por un lado y las chicas por el suyo, como planificando estrategias y para asegurar que nadie se lleve la chica del otro. Era sencillo con una simple seña los amigos iban a asegurarme este año que mi tan amada Cecilia me de un beso. Que para mí, no era solo un beso cualquiera, era “Mi primer beso”, el que estuve reservando año a año para dárselo a ella.
¡Pero no! Resulta que el atorrante de mi “amigo” le contado, en secreto, la idea a la Martita, la que obviamente se sintió estafada tras la tamaña dimensión del plan y ya había ideado uno propio para “darme una lección”.
No se como será en el resto del mundo, pero en mi pueblo, el juego es el siguiente: la botellita gira y la punta de la misma, es decir de donde se bebe, marca a el o la que elije su pareja, como si fuera un “pan y queso” para elegir jugadores; cada uno se pone de espaldas al otro y a la orden de 3 giran la cabeza juntos hacia uno de los lados, si coinciden en el lado se dan un beso (un piquito nada más, aunque no me sorprende que hoy se pase a uno más grande) y si no viene a cachetada. Y el plan de Martita fue muy sencillo, habló con todas las chicas y les contó de mis verdaderas intensiones, y se pusieron de acuerdo para saboteármelas. Por lo menos tuvo la decencia de no decirle nada a Cecilia, así que ella nunca se enteró del plan y del “contra plan”.
Así fue que todas las chicas me eligieron a mí, y absolutamente todas me dieron un beso. Sí, todas menos Cecilia, que por indicación de sus amigas giró la cabeza para el lugar indicado y muy gustosa me pegó, como de costumbre, una fuerte cachetada.
Y de esa forma se vengó mi amigo de haberle tirado al suelo la gaseosa del día del estudiante. Y yo en vez de darle mi primer beso a mi Cecilia, se lo terminé dando a todas las chicas del aula, menos a ella.
De aquello pude aprender dos cosas: primero que no debía meterme en una discusión ajena, y lo segundo, pero más importante, es que no debía, bajo ningún punto de vista, intentar engañar a las mujeres.

Su servidor, Dionisio.

sábado, 15 de agosto de 2009

Lo difícil que es conocer mujeres


Desde aquel día en que Sofía me dejó las cosas no han dejado de ser difíciles para mí. Al principio, en un intento de demostrarme a mí mismo que me quedaba algo de orgullo, estuve solo. Algo que no recomiendo: grité en silencio, escribí mil llantos en eternas hojas que nunca saldrán a la luz e intenté en vano olvidar lo que era inevitablemente que recordara a diario. La herida sangraba y parecía no cerrarse nunca. Me pregunté mil veces en qué había fallado, y no encontré nunca una buena respuesta. Todo aquello hasta que por fin descubrí que solo no iba a poder salir. Y fue entonces cuando comencé a escuchar a mis amigos y pude ir saliendo de mi propio karma. Allí, en medio del infierno, estuvieron mis amigos: incansables guerreros, luchando día tras día, escuchando y remando conmigo.
Pero el “salir” no sólo consiste en “olvidar” al viejo amor. Consiste también en abrirse paso en la vida, comenzar a salir y darse la oportunidad de conocer a alguien más. Y a mi edad esta última parte es la más difícil.
Eso de salir y retomar “el ritmo” lleva su tiempo. Lo primero que me dijeron es que debía renovar el guardarropa. La primera vez que salí, a tomar algo por ahí un viernes, me comí la gastada de la noche, porque fui con camisa, pantalón de vestir, zapatos y un bucito alrededor del cuello.
“Así se viste mi tío los domingos”, me decía Juan.
Ese mismo sábado por la mañana un amigo me llevo a comprar un pantalón de esos anchos y modernos, una remera manga larga que tiene unos estampados horribles y unas zapatillas blancas que yo usaría para ir al rio a tomar mate.
Tras aprender mi primera lección, quedaba la segunda: “La ropa y la plata no consigue nada por si sola”. Si señores, ese era recién el comienzo.
Volver a entrar a un boliche, con la intensión de conocer a alguien después de tanto tiempo, es una sensación rara.
-Hoy conoces una minita seguro- dijo uno de los chicos, mientras yo admiraba a una de las promotoras que estaban en la puerta.
Yo cauto, aunque confiado por mi pasado arrasador en los bailes regionales de mi pueblo, sólo dije: “Ya veremos…”, dejando un pequeño lugar a los imponderables.
Lo primero que fui notando es que no sólo la música que pasaban era distinta a la que acostumbro a escuchar, sino que se baila totalmente diferente a lo que yo acostumbraba en “mis épocas”.
Aún así, y refortalecido por los ánimos de mis compañeros de travesía, tomo valor (entre muchas otras cosas que comienzo a tomar) y miro la situación con un inesperado optimismo.
Luego de casi dos horas de estar parados en la barra tomando no sé qué cantidad de ingestas alcohólicas y de escuchar interminables comentarios de los muchachos sobre las mujeres allí presentes, decidí que para mí era suficiente.
Hizo falta que les diga eso a mis amigos para que comenzaran con que no me podía ir sin haber conocido a alguien. Yo, con mi estado, no tuve argumentos válidos ante una catarata de comentarios que ejercían una notable presión ante mí y a mi ya perdida conciencia.
-Encará allá- me dijo el “Perro”, señalándome a, seguramente, la más sexy del boliche.
Sus largas piernas se deslizaban por el boliche, y en cada paso parecían encenderse las baldosas del piso. Nadie podría siquiera suponer que una mujer así me daría cierta oportunidad siquiera a hablarle. Pero ellos sí.
“¿Estos son amigos o enemigos?”, pensé cuando el “rata” se fue hasta donde ella estaba bailando su “reggaetón” y comenzó a hablarle, mientras que me señalaba a lo lejos.
No sé cómo pero el loco, con su increíble labia y poder de convencimiento, no sólo logró convencerme a mí de bailar con alguien esa noche, sino que convenció a aquella chica de bailar conmigo. Y allí estábamos: la más sexy con el más nabo. “Se cumple la regla del embudo”, deben haber dicho varios, y no los culpo. Si yo me hubiera mirado desde lejos también lo hubiera pensado.
Recuerdo poco, por suerte. Sólo sé que me paré allí, moviendo ridículamente las manos, sin levantar los pies, mientras que ella, diosa total, bailaba una de esas canciones del tal Daddy Yanky. Sabiendo que estaba pasando uno de los mayores papelones de mi vida, casi desesperadamente comencé a mirar a mis amigos, creo que esperando a que vengan a “salvarme” de una peor humillación. Qué errado que estaba, lejos de ello mis amigos me hacían gestos de aprobación, levantándome el pulgar.
Mi transpiración comenzaba a develar mi nerviosismo. Y si aquello, de que no podía coordinar los pies y el intento de que no se note cuán tarado me sentía, fuera poco iban pasando los temas musicales. Según mis amigos sólo fueron dos y medio, pero para mí fueron como veinte.
La cosa es que yo a la chica nunca le dije nada, ni un “hola”. No sé, no me salía. Obviamente, al cabo de unos breves minutos me dejó de florero en mitad de la pista liberándome de la tortuosa situación. Aquel “me voy con mis amigas” fue el sello de una noche, de tantas otras que seguramente deberé pasar.
La edad me está sacando boleta y mis amigos se empeñan en recordármelo todos los fines de semana. Lo peor es que, siempre, al retornar a casa, con las zapatillas nuevas pisadas hasta los talones, pienso en mi vida y en lo difícil que será conocer a ese alguien.
Su servidor, Dionisio.

jueves, 16 de julio de 2009

Mi mejor amiga


No dejo de extrañarla. Sus ojos se clavan en mi nuca, todavía siento su perfume en mi casa y su sonrisa no deja de perseguirme ni un solo instante.
Maldita la hora en que la conocí. Me llena de bronca haber vivido y haber disfrutado tantas cosas con ella, porque no la tengo y es eso lo que hoy no me permite olvidarla.
La conocí hace muchos años. Recuerdo aquel día como si fuera ayer, aunque de esa época, en la memoria sólo me quedó aquello: cuando entró al aula por primera vez.
Lo hizo de una forma imponente, radiante, como cada vez que entro y salió de mi vida. Ese día tenía un delantal blanco y una pollerita azul, dos coletas en el pelo, y en su rostro millones de dulces pecas que la hacían aún más hermosa.
Durante todo el colegio no hice otra cosa que pensar en ella y tratar de acercarme, y aunque siempre intentaba disimularlo, era tan obvio que todo el mundo lo percibía. Con el tiempo, ese “amor juvenil” se fue arrinconando a un costado y le fue ganando espacio un cariño distinto: un cariño de amistad.
Con Cecilia fue así, casi sin darnos cuenta nos hicimos amigos. Y cuando mejor nos llevábamos se cambió de colegio y desapareció de mi vida.
Yo, obviamente continué con mis cosas: conocí muchos amigos y otras tantas chicas.
Al terminar el colegio me embarqué a la gran aventura que fue venirme a una ciudad tan grande como esta. Y el destino, casi burlándose de nuevo de mi, en mi primera salida me la cruza.
Tal vez porque no soy poeta, o porque no tengo la prosa suficiente, me cuesta horrores expresar lo que sentí en ese instante en que la volví a ver después de tantos años. Me es difícil incluso escribirlo porque esa imagen, aún hoy me acompaña y todavía me paraliza, como lo hizo aquella vez. Recuerdo que me puse nervioso, que no supe bien qué decir, qué contar, qué preguntar. Que el corazón me latía muy rápido y que, como un bobo, la situación misma me daba vergüenza.
Por suerte, ella tuvo, como siempre, la tibieza necesaria y suficiente para darme su dirección.
Pero tampoco fui a su casa desesperado. Por el contrario, me tomé un tiempo prudencial. Intente mantener la calma y dejé pasar unos días. Claro que mientras tanto no dejé de pensar ni un segundo en ella.
Cuando al fin nos encontramos en su casa, en donde vivía sola, comenzamos a charlar, a recordar travesuras, y tantas cosas vividas juntos. Nos contamos muchas cosas de nuestras vidas: de las cosas ya hechas, de las por vivir, de los objetivos.
Fue como si, no se… Esos momentos raros que a veces se le presentan a uno: como si nunca nos hubiéramos separado pero al mismo tiempo si.
Ella estudiaba lo mismo que yo, y hasta iba a la misma facultad. “Gracias Dios”, pensé por dentro cuando me lo contó, al tiempo que me daba un abrazo.
Estaba de novia. Algo que a mi no me preocupaba tanto, ya que yo estaba más contento de recuperar a mi amiga que a aquella chica que me gustaba.
Más tarde conocí al novio. Pibe piola, del interior también. No nos hicimos amigos nunca. Tal vez porque él, en el fondo, sabía algo que yo todavía no, o sí, pero que no lo quería aceptar. A mi Cecilia me gustaba, y nunca me iba a dejar de gustar.
Y así pasaron dos años, compartiendo cosas y disfrutando de la mejor de las amistades. Yo, con las chicas iba y venía, nunca tenía nada fijo; y ella por su lado estaba con su chico al parecer bien.
Sin embargo un día, de la nada, me llama y me cuenta que habían cortado para siempre, porque descubrió que él salía con otra flaca.
Yo la verdad no lo podía creer, si bien el loco era medio fachero, también era un salame incapaz de mentir hasta en el truco. A parte, la tenía a ella que era casi perfecta. Pero bueno, como dije “era un salame”.
Le dije que se tranquilizara que al principio iba a doler pero que tarde o temprano iba a pasar, que contara conmigo para lo que necesite el tiempo que le haga falta. Y pasó. Pasaron dos o tres meses y ella estaba cada día mejor.
Y nosotros salíamos todos los fines de semanas, fue la mejor época, hablábamos de todo: nos unimos como nunca.
La vida, punzante como es, a veces te pone pruebas, o como dicen las viejas: “te deja el palito para ver si lo pisas”.
Una noche de esas, volvíamos los dos medio mamados (más mamados que medios). Cuando la dejo en su casa me dice que perdió las llaves en el boliche. Yo tenía en casa el otro juego, así que allá fuimos.
Cuando llegamos, pasamos, le serví un té como para pasar un poco el alcohol, y no llegamos a darle ni un sorbo. No se que habrá sido. Nos confundimos. Patinamos. No se ni qué calificativo ponerle o como describir la seguidilla de cariños y besos que nos dimos uno al otro.
A la mañana siguiente no recordábamos mucho pero si lo suficiente. Amanecimos desnudos abrazados uno al otro. Fue un momento medio tenso, debo reconocerlo. No entendíamos mucho, ni tampoco quisimos entender mucho más.
Ella se levantó, se vistió, agarró sus llaves y se fue.
Yo intenté detenerla para conversar sobre lo que había sucedido, pero fue en vano. Sólo dijo: “Después hablamos”.
Pasamos un mes sin hablarnos. Cuando al fin tomé valor y me decidí ir a su casa, me llama por teléfono y me dice que estaba en el aeropuerto, que se iba a Europa, y que no sabía cuándo volvería, si es que alguna vez lo hacía.
Por más que intenté convencerla, no hubo caso, ya lo había decidido.
Cada tanto me envía un mail para navidad o para el día del amigo.
“Te quiero mucho Dionisio, cuidate”, fue lo último que escuché de la mejor amiga que alguna vez tuve y de la mujer que descubrí en ella.

Su servidor, Dionisio

lunes, 8 de junio de 2009

La mañana que no olvido


El otro día me desperté como todas las mañanas. Mi habitación no es muy grande, y tiene una persiana que por lo general cierro en invierno, por lo tanto a la mañana es tan oscura que no se sabe si es de día o de noche. Me levanté todavía medio dormido sin encender la luz, costumbre que fui adquiriendo con el único objetivo de no sufrir de ese encandilamiento que se produce por unos instantes hasta que la pupila del ojo se acostumbra a la nueva luz. Así, fui al baño a lavarme los dientes y el rostro, en ese orden. Y mientras desarrollaba la primera actividad escuché un sonido raro que provenía de mi cuarto. Era como un quejido. Levanté la cabeza, me miré al espejo y me quedé pensando si lo había imaginado producto de mi conciencia, todavía dormida, o lo había escuchado realmente. Fueron cinco o diez segundos, hasta que lo escuché nuevamente, y esta vez fue más claro y más fuerte.
No niego que lo primero que sentí fue susto ¿Qué más podía sentir? O sea, vivo solo me dije…
Aún así fui hasta el cuarto, convencido de que tal vez el sonido provenía de otro lado, o de que tal vez la tele se había encendido sola, ya que yo la programo todas las noches para que me despierte.
Cuando llegué, encendí la luz y me quedé helado. La tele estaba apagada y definitivamente el sonido provenía de ahí. Al lado de mi cama había una cuna color salmón.
Fue en ese instante en que recordé todo. “Yo soy papá”, me dije. Hace un tiempo, aquella aventura de una noche, logró encontrarme de nuevo y me dio la noticia:
- Quedé embarazada de vos. Yo sé que no es la mejor manera y que seguramente vos no lo querés, pero es mi hijo y lo voy a tener con o sin vos.
A pesar de lo que dijo, la forma en que fui criado no me dejaba opciones. Me iba a hacer cargo yo también. Y así fue…
Entonces, ahí estaba en casa, con Micaela, mi hija. Era la primera vez que se quedaba conmigo solo los dos. Y la costumbre de vivir siempre solo, sumado a estar medio dormido, me llevó a confundirme tanto que mi cabeza me había jugado una mala jugada.
Me acerqué a la cuna, y la vi... Fue entonces cuando supe que allí estaba la personita más hermosa de todo el mundo. Recuerdo que pensé en todo lo que le queda por vivir, sentir y disfrutar de la vida, y que si Dios me daba la oportunidad yo iba a estar al lado de ella siempre, en cada uno de esos momentos; y en qué feliz que eso me hizo sentir.
Y mientras estaba parado allí, observando sus dos meses y medio de vida, frotándose los ojitos, me anunció que se despertaba.
No resistí más y la tomé entre mis brazos. Y no puedo describir con palabras ese sentimiento, simplemente no puedo, no me sale, siento que cualquier palabra que encuentro es chica que un sentir tan grande no puede resumirse en un par de letras juntas.
Y mientras le preparaba la leche para dársela, se encendió la tele, estaba muy fuerte. Y abrí los ojos… Estaba en mi cama, todavía confundido no me importó si me encandilaba o no, encendí la luz y miré al costado de la cama esperando ver la cuna. Pero no. Había sido todo un sueño…
Es difícil explicar como me sentí ante aquella cruel realidad. Porque por ahí ser un padre soltero no es el mejor de los escenarios, pero era padre. Es verdad, fue un sueño, pero fue muy real, y lo que sentí fue tan fuerte que hoy comienzo a ver la vida con otros ojos. Tal vez sea mi edad, que estoy comenzando a entrar a una nueva etapa de la vida y que ella me comienza a exigir otro tipo de forma de disfrutarla. No se… Sólo sé que extraño ser ese papá que nunca fui.

Su servidor, Dionisio.

miércoles, 13 de mayo de 2009

El alma, el futuro y los dejavú


Muchas veces he reflexionado sobre lo que sucedió con Daniel. Más de una vez pensé en qué hubiera sucedido si no le proponía que me entregue esa foto. La verdad es que nunca pude encontrar una respuesta, porque cualquiera que daba se me presentaba como inverosímil e imposible de probar. Y ello me ha llevado a pensar en que de cierta forma todos tenemos marcado un camino, o por lo menos tenemos algunos pocos caminos posibles. Y son nuestras propias elecciones las que nos van abriendo o cerrando otros que ya están de cierta forma pre propuestos.
Es como aquello que propone que ya el nacer en determinado espacio- tiempo y en determinado contexto te limita tus posibilidades de crecimiento económico-social. No vas a poder crecer más que esto (salvo excepciones).
Pero creo que va más allá de eso, hay ciertos factores que exceden lo social, que tienen que ver un poco más con lo individual, con la esencia de cada persona y con algo que está mucho más allá de lo material.
Es indiscutible que cada uno tenemos un espíritu, un alma, que nos domina y que nos hace ser lo que somos. No hay duda tampoco, que ella no es material, que es “algo” difícil de definir pero que está, que existe y que por ella existimos.
Yo pensaba en ello y me preguntaba: “Si nuestra alma existe, no es material pero está, aunque no sabemos donde, ni sabemos ubicarla ni mucho menos dominarla ¿Qué le impediría abandonarnos por un tiempo?”.
Si es como muchos creen, que nuestra alma abandona nuestro cuerpo cuando morimos (como la religión intenta hacernos creer), y muchas de ellas terminan deambulando por ahí ¿Qué le impediría hacerlo antes?
Me ha pasado muchas veces llegar a un lugar completamente nuevo para mi y tener una cierta certeza de que ya lo conozco.
Y ni hablar de aquellos famosos dejavú. Porque digo, al no ser un ente material, es decir, al ser algo totalmente inexplicable e indescifrable, que viaja recorriendo espacios no conocidos, por ahí podría viajar en el espacio-tiempo hasta llegar a momentos del futuro.
Si esos viajes son posibles, significa que el futuro ya está predestinado y que no hay nada que se pueda hacer para cambiarlo. Y por ahí, esa sea la única forma que tiene el alma para mostrarlo.
Su servidor, Dionisio

sábado, 11 de abril de 2009

La fotografía


La historia que siempre contaba mi abuelo sobre su viaje y el supuesto “gaucho fantasma”, me producía cierta incredulidad. Notaba que existían incongruencias, cosas que no me cerraban y no terminaban de convencerme.
De hecho, tal vez por esa historia, que yo siempre fui muy escéptico con respecto a esos cuentos sobre fantasmas y cosas sobre naturales. Quizá por ello, porque nunca me sucedió nada extraño, o porque nunca tuve ninguna experiencia que relatar, o no se porqué…pero no creía en absolutamente nada.
Es más, siempre era yo el que buscaba algún tipo de explicación terrenal que logre esclarecer el misterio de cada relato.
Esto hasta que me pasó algo verdaderamente extraño, algo que por lo general no me animo ni a contar.
Todo sucedió durante la última semana de clases previo a recibir el título secundario.
Yo había ido al mismo colegio público desde el primer grado, el Nicolás Avellaneda. La mayoría de mis compañeros me habían acompañado en el camino durante la primaria y la secundaria. Cada uno de nosotros nos conocíamos como si fuéramos hermanos.
Éramos veinticinco en total, catorce chicas y diez chicos. No, perdón, once chicos.
Lo que pasa, es que los que nos juntábamos siempre éramos diez. Daniel era el once.
Y la verdad es que pese a que fuimos compañeros desde quinto grado, cuando sus padres llegaron al pueblo, nunca llegamos a conocerlo del todo.
Daniel era un chico muy callado, tímido y totalmente introvertido. Ya su aspecto físico lo demostraba. Era muy flaquito, tenía una piel muy blanca, y además parecía que se iba a quebrar en cualquier momento. Tenía encorvado el cuerpo, como alguien que tiene vergüenza de algo. Pelo castaño, con una raya al medio que, con toda seguridad, todavía se la hacía su mamá.
Sin embargo, nosotros hicimos miles de intentos por integrarlo al grupo. Y cada uno de ellos, era rechazado siempre con alguna nueva excusa. Aún así, lo queríamos, ya que pese a su automarginación, era un pibe muy respetuoso, bueno y generoso con sus cosas.
Durante aquella semana, que no voy a olvidar más, las cosas se habían salido de los carriles normales, y se vivía un ambiente de locura y exaltación constante. Habíamos tomado como costumbre, entrar a clase 10 o 20 minutos después de que tocaban el timbre para hacerlo.
En una de esas oportunidades, me fui al baño para mojarme la cabeza ya que ese día hacía mucho calor, y la verdad es que era la única forma de sobrellevarlo. Cuando me agache para mojarme un poco la nuca, sentí como una brisa fría, rara, y como una presencia que me observaba. Como cuando a veces, sin llegar a confirmarlo, sabes que alguien te está mirando.
Al levantar la mirada, ahí en la puerta del baño estaba parado Daniel. Estaba más pálido que de costumbre, las ojeras, características en él, eran más oscuras que nunca. La verdad que la sola imagen era medio escalofriante. Pero era Daniel, ¿qué podría hacer?
Yo, todavía agachado, me quedé tan sólo observándolo. El, mientras tanto, se me acercó lentamente. Y como nunca, apoyó su mano sobre mi hombro y me dijo: “Dionisio, necesito ayuda”.
- Eh loco, ¿qué te pasa? Contá conmigo para lo que necesites –le dije.
- Mirá, pasó algo muy raro. Y no lo puedo controlar. No se que hacer. Ya he intentado todo, estoy desesperado. Hace dos días que no puedo dormir.
- Pero ¿qué pasó? Contame –repliqué.
- Todo comenzó –dijo- por culpa de una prima que vino a pasar unos días a casa este último fin de semana…
Me contó que la flaca era un par de años más grande que nosotros. Que a ella le gustaba, y sobre todo, que practicaba aquello de la magia negra y esas cosas, que claro yo no creía.
El tema es que parece que ella lo convenció de hacer una mini sesión con un güija improvisado. Al parecer, en medio de la “sesión” sucedió algo medio raro. El “espíritu contactado”, le fue dando pistas y le señaló el camino hacia el patio de su casa y “le pidió” que abran una caja que había en el fondo.
Los chicos lo hicieron y, al hacerlo, encontraron una foto vieja de una monja con un nene; enterrada bajo abundante sal gruesa. Según Daniel, ni su propia prima lo pudo creer cuando la encontraron.
Y ahí, después de eso, fue cuando comenzaron los problemas. El “espíritu” se puso medio violento, empezó a “deletrear” frases sin un sentido cierto. Y al preguntar si se quería ir (una de las reglas de este “juego”) siempre respondía con un contundente “No”.
En un momento, y ante las preguntas de los chicos (las que ya no eran respondidas) el espíritu deletreó una frase larga: “No soy quien dije que era, y ahora por fin estoy libre. No van a poder encerrarme nunca más y me voy a quedar en esta casa para siempre.”
Y con eso último que me contó, Daniel empezó a moquear.
Me contó que esa noche, por más que intentaron miles de veces, no pudieron “cerrar el juego”, y que lo dejaron así para intentarlo al otro día.
Dani me dijo que no pudo dormir en toda la noche, porque sentía que no estaba solo en su habitación, que había “alguien” observándolo.
Al otro día junto con su prima, volvieron a intentarlo, pero esta vez fue peor porque ya no recibieron respuesta.
La chica le dijo que seguramente se había ido, que a veces no hace falta cerrar nada, que los espíritus se cansan y se van. Y que seguramente, el espíritu, dijo aquello último para burlarse de ellos, ya que estas “almas en pena” suelen ser muy burlonas.
- Pero eso no es todo- me dijo Daniel- Eso recién fue el principio.
- ¿Qué más pasó? – le pregunté.
- El domingo se fue mi prima con mi tía en su auto, y hasta ahora no sabemos nada de ellas –respondió con un tinte de amargura- Toda la familia está preocupada, las busca la policía y no hay noticias. No encuentran ni siquiera el auto.
- Bueno, Daniel pero puede ser todo una triste coincidencia – le dije, respondiendo a mi clásica manera de ver las cosas.
Yo a estas alturas, consideraba éste como un triste relato más, que involucraba un hecho real, con un hecho casual y la superstición de una cultura que necesita creer de algo más de lo que vemos diariamente. Todo esto, potenciado por la personalidad de Daniel. El cual, había sido durante toda su vida alguien tan introvertido que nunca se había destacado en nada, ni tampoco le habían sucedido cosas realmente importantes en su vida, convirtiéndola en monótona y aburrida. No sería extraño, que su mente juegue con él, con el objetivo de ponerle cierta “pimienta” a la rutina.
- Mirá – me dijo mostrándome la foto
- ¿Qué haces con eso?
- Intenté de todo para deshacerme de ella –me contó desesperado-: la tiré, la rompí, la quemé, de todo hice; hasta la volví a enterrar, cubriéndola de sal, tal cual la encontramos; y siempre aparece de nuevo en mi cuarto, debajo de mi cama. Todo esto, me tiene mal, no puedo dormir y cada vez que lo intento siento ruidos, siento que me llaman desde la otra habitación y cuando voy no hay nadie. No se que hacer.
- Dámela a mi –le dije, proponiéndole una solución válida.
- ¿Estás loco? No quiero meterte en todo esto…
- Naaaa – respondí- yo no creo en esas cosas, para mi son propias sugestiones. Por ejemplo: vos te imaginas que tiras, rompes o quemas la foto, pero en realidad no lo haces. Y vos mismo la escondes debajo de tu cama, sólo que tu mente, de manera inconciente, anula ese recuerdo. Es algo posible, de hecho es una técnica que algunos estudiosos de la mente utilizan.
Al principio Daniel no quería saber nada con mi idea, pero lo logré convencer y me la entregó.
- Ahora cuando salgamos de clase – le recomendé- te vas a tu casa y te dormís tranquilo. Yo me voy a deshacer de esto. Anda tranquilo loco.
- Gracias Dionisio, si sale todo como vos lo decís te lo voy a agradecer de por vida –me dijo el pobre.
Después de la charla, yo metí la foto en mi billetera y volvimos al aula. Daniel se veía más relajado, y hasta opinó en clase sobre las diferencias conceptuales del nazismo y el fascismo, algo que nos sorprendió a todos, incluso a la profe.
El resto de la jornada transcurrió sin ninguna novedad, y hasta me olvidé que llevaba la vieja foto en mi billetera.
Cuando volví al otro día encontré a todo el mundo llorando. Y al preguntar qué es lo que había sucedido, me dijeron que Daniel había fallecido.
- ¿Pero cómo? – pregunté extrañado.
- Nadie sabe cómo –me respondieron- sólo que al parecer fue de noche, esta mañana sus padres lo encontraron ya muerto en su cuarto.
Casi como un acto reflejo recordé la historia que me relató, y lo de su prima y su tía. Saqué mi billetera del bolsillo y busqué la foto, pero no la encontré.
En el colegio nos dieron el día libre para ir al velatorio y darle el pésame a la familia.
Lo velaban en su casa, así que allí fuimos todos. En un momento, pedí para ir al baño. Cuando me dirigía hasta allí pasé por el cuarto de Daniel, no me pude contener y entré. Llegué hasta su cama, y me agaché. Ahí debajo, como si nunca se hubiera movido, estaba la vieja fotografía; tan sólo para demostrarme que hay cosas que no tienen explicación.

Su servidor, Dionisio

martes, 10 de marzo de 2009

Mi abuelo, el viajante

Mi abuelo era hijo de inmigrantes sirios. Sus padres llegaron al país desde Siria a principios de siglo, junto con una gran corriente inmigratoria que refundó y transformó a Argentina en el crisol de culturas que hoy es.
Los sirios tienen una cultura muy rica, interesante y digna de apreciar. Algunos de los símbolos que más trascendieron y que más representan a esa cultura son las danzas de odaliscas, la comida, la música y algunos términos que quedaron incorporados en nuestro idioma.
Mi abuelo llevaba en sus venas y en su corazón la sangre siria, y a veces se ofendía cuando alguien lo llamaba “el turco”. “Yo no soy ningún turco, yo soy de Siria, estos son unos ignorantes…”, decía refunfuñando el viejo que a duras penas había completado la primaria.
El se llamaba Salim, pero sus amigos y familiares se habían acostumbrado a decirle “salicho”.
Cuando se casó y llevó a mi abuela de la gran ciudad a un pueblito casi desértico muchos le preguntaron qué iba a hacer allí en un lugar tan desolado y alejado de la mano de Dios. El, despreocupado como siempre, se limitó a contestar que simplemente iba a “sobrevivir”.
Y así fue, poco a poco “Don Salicho”, como lo fueron conociendo en el pueblo fue construyéndose una vida. Primero puso un almacén que tenía fiambres, unas pocas bebidas preparadas por él y alguna que otra “chuchería” vieja, como tornillos o herramientas usadas. Como en el pueblo no había nada, mi abuelo comenzó a hacer viajes en una camionetita que había podido comprar con ahorros trayendo más cacharros y mercadería. A veces, entre un pueblo y otro, algunas de las cosas las vendía ya en el camino al mejor estilo de “vendedor ambulante”.
En unos de esos viajes, mi abuelo se encontró con que el camino de retorno estaba cerrado. El siempre volvía por la misma vieja ruta; un camino de tierra que el Virrey de Liniers había mandado a construir en 1809. Para ese entonces, era el más transitado y el más cuidado también.
Al ver que éste estaba cerrado, volvió al pueblo que había pasado unos kilómetros atrás para preguntar qué es lo que podía hacer. El pueblito, ya extinto, se llamaba “El Sacramento”, y no tenía más de seis casitas. De las cuales parecían deshabitadas todas.
Allí encontró a un joven artesano que estaba realizando un tejido con lana de vicuña. Se acercó y le relató lo sucedido.
- “Mire – le dijo el joven -, hay otro camino que lo lleva a donde usted va, queda por el medio del monte, mi casa queda de camino, yo si quiere le indico como llegar. Pero le recomiendo que lo haga mañana porque ya está oscureciendo. Aquí en el pueblo seguro le prestan una cama para dormir”
El viejo viajero, acostumbrado a largos viajes nocturnos, miró la hora y dijo: “Pero si son recién las siete, en dos o tres horas estoy en mi casa”
- “Oiga don, aquí oscurece temprano, y no conviene andar en oscuras por ahí”
Sin embargo, cabeza dura como siempre, mi abuelo le insistió en que le diga dónde estaba el camino y que se quede tranquilo porque él mismo se iba a asegurar de llegar sano y salvo a su casa. “A mi no me hace falta niñera”, dijo entre dientes.
El joven resignado ante la obstinación del extranjero se limitó a señalarle el camino, re advirtiéndole que era peligroso.
Así, luego de agradecerle, y convidándole con un vino que llevaba, Don Salicho se subió a la vieja camioneta Ford y perfiló hacia el camino indicado.
Luego de quince minutos de viaje se dio cuenta que en verdad había oscurecido rápido, y, entre risas, se decía a sí mismo: “Tenía razón el pibe. Anocheció rapidito”.
De golpe, la camioneta pegó una frenada. Y tras la nube de humo que se produjo se pudo distinguir bien…Había un caballo en medio del camino. Pero… no estaba solo, montándolo había un gaucho. No se lo distinguía con claridad. Parecía tener un chaleco oscuro, y entre la oscuridad y el sobrero no podía distinguirse el rostro de éste.
Mi abuelo, sorprendido y molesto por la actitud de quedarse parado en medio del camino, tocó un par de veces la bocina. Al no recibir respuesta, bajó el vidrio de la ventana y le gritó al gaucho que se corriera.
Gaucho y caballo, ahí: quietos, inmutables, como si no pasara nada.
- “Ya vas a ver si te vas a correr o no”, dijo mi abuelo, tomando su escopeta de caño largo que llevaba siempre a sus viajes, y, dispuesto a encararlo, bajó de la camioneta.
Mientras se acercaba, notó que la temperatura había descendido demasiado para ser verano, según calculó estaban en unos cinco grados.
- “Te dije que te corras”, le gritó al gaucho. Pero cuando intentó tomar de las riendas al caballo no pudo. Sus manos pasaron de largo. Las riendas del freno del caballo se les escapaban entre los dedos, como si se esfumaran cada vez que intentaba agarrarlas.
Una hora más tarde, el mismo joven que le había enseñado por dónde ir, lo encontró desmayado en el medio del camino, con el motor y las luces de la camioneta encendidos...
Mi abuelo, todavía asustado, no recordaba nada de lo que pasó después de que intentó agarrarle las riendas al caballo.
El joven le ofreció ir a su casa que estaba a pocos kilómetros de allí y quedarse esa noche para tomar una sopa caliente y pasar el mal trago y el susto. Obviamente, el viejo aceptó y a la mañana siguiente, con la luz del día, salió rumbo al pueblo donde lo esperaba mi abuela.

Desde entonces, nunca más viajó de noche, y siempre que se le consultaba sobre el porqué de esa costumbre, él respondía siempre lo mismo: “Uno nunca sabe que puede encontrar en el camino”.

Su servidor, Dionisio

viernes, 6 de febrero de 2009

Las luces que marcan mi retorno

Esa mañana me desperté ya con aquella sensación en el estómago. Me levanté pensando en mis futuros movimientos, desayuné y luego encaré para el trabajo, siempre con la idea fija: qué jugada realizar.
Así transcurrió mi día, con una ansiedad extraña, incomoda, molesta. Lo único que me tranquilizaba era saber que cada segundo que pasaba me aseguraba que le faltaba menos a mi espera y que salvo algo sumamente inesperado a la noche allí estaría, en donde aquellas viejas pero brillantes luces irán marcando mi retorno al lugar que prometí mil veces nunca más volver.
Las manecillas del reloj iban girando, con cada vuelta mi corazón comenzaba a latir más rápido, nada demasiado apresurado todavía, pero se comenzaba a sentir, y cada giro me recordaba a aquel que yo mismo iba a ir a buscar.
Y cuando la última manecilla giró lo suficiente como para liberarme, salí rápido con rumbo claro: mi casa. Allí debía darme una ducha ligera y salir urgente a mi destino final.
¿Si había urgencia? Claro que sí, si en lo único en lo que estuve pensando en todo el día era en ello.
Y así, con esa prisa, casi desmedida, salí perfilado hacia mi rumbo. Mi cabeza, daba vueltas, y una tras otra yo la acompañaba con mis pensamientos y cálculos.Caminaba presuroso por esos duros adoquines que tan finamente decoran las hermosas veredas de las calles de mi ciudad. Pero yo no estaba para disfrutar del paisaje y mucho menos para sentir la delicadeza de esos adoquines, yo sólo quería pisar aquella roja alfombra, la cual diseño y pintó algún poco conocido pero, por lo visto, muy talentoso artista. Me obsesionaba pisarla, deambular sobre esos detalles en negro y verde, que la dejaban aún más espléndida…
Y mientras iba pensando en esa obra maestra, en mi obsesión con ello y con la sensación en el estómago aún más intensa, de pronto:
- “¡Oiga, fíjese cuando anda por la calle!”, me dice un hombre que choqué sin querer.
- “Disculpe”, le respondo.
No podía hacerlo, no podía fijarme en eso, ni en eso ni en nada, en las únicas calles que pensaba era en aquellas calles pintadas sobre ese fino y delicado paño marrón.
Ya no importa nada, ni el camino, ni la gente ni nada, en ese momento estas ciego. No importa ni la distancia ni la compañía. Ciego, sordo y mudo, directo al lugar de las grandes luces y ruidos constantes.
La sensación, entonces, es más grande con cada paso. Ya se siente esa humedad en las manos, característica de la adrenalina que produce sólo esa voz, y que sólo algunos, aunque no tan pocos, sabemos reconocer. Porque es una voz la que domina todo, te dice cuándo podes y cuánto tiempo tenés.
“Y al fin llegué”, pienso regocijándome por la hazaña.
Pero bueno, no fui hasta allá, sin importarme distancias ni escollos, tan sólo para quedarme mirando.
Y todo lo que pensé durante el día se vino abajo, “¿de que vale?”, me digo. “De nada, seguramente”, me respondo. “Esto es lo mismo para todos, y aquí cualquiera puede salir bien o mal parado, no importa cuánto sepas sobre el tema”, pienso en silencio.
Allí estoy solo, y no hay ciencias ni tácticas, tan solo yo y mi “corazonada”. La adrenalina, entonces, se enciende al cien por cien. Sobre todo cuando comienza el primer giro, y yo ya no tengo las manos vacías. Al sudor característico de estos momentos lo acompañaban veinticinco ilusiones, que fueron las únicas que logré comprar con los ahorros de dos semanas.
Cuando aquella voz anuncia que queda poco tiempo mi corazón comenzó a latir aún más fuerte, la desesperación de pronto se adueño de mí completamente y comencé mi travesía.
Me quedaban, luego, tan sólo dos de aquellas ilusiones. “¿Qué las hago? ¿Dónde las pongo?”, me dije entre preocupado y ansioso. Y las dudas se adueñaron de mí, en esos diez o quince segundos que “la voz” me regalaba. “¿Corono este? No, no me alcanza. ¿Y si le pongo pleno? No, mejor medio pleno así abarco más. No queda tiempo… ¿Qué hago?”.
Y en ese preciso instante veo como ya era inminente el momento en que “la voz” anunciaría que ya no podés cambiar nada y que, sin importar lo que esté o quien esté, las cosas iban a quedar así. Así que, casi desesperado ante tamaña situación me lancé por el lugar más cercano que tuve a mano, y sin pensarlo las coloque juntas, una arriba de la otra. Y cuando intenté reaccionar ya era tarde, y “la voz” cantó su tan temible “no va más”.
Allí, en ese momento se abre un túnel, un túnel lleno de ilusiones, de incertidumbres, de adrenalina, de miedos e ilusiones. Lleno de esperanzas que están distribuidas en una mesa rectangular de paño marrón.
Es tal vez por esa corta sensación, que no dura más de un minuto, que millones de personas se acercan a ver qué es lo que sucede allí.
-“¿Cómo le está yendo joven?”, me dijo una anciana que pasaba por ahí y que seguramente vio mi preocupación girando y girando.
-“Ahí estamos abuela, puse todo en esta mano”, respondí amablemente.
Y casi al terminar la frase, veía como esa “bola”, maldita y bendita al mismo tiempo, pegaba un par de saltos, y con cada uno de ellos el corazón de todos los que la veíamos se detenía. No son más de dos o tres segundos, pero en esos pocos el tiempo también se detiene, y comienza a transcurrir lentamente, pero ya es tarde, ya habló “la voz”.
- “¿Ya hablo? ¿Qué dijo? ¿Qué salió?”, dice el pelado de la derecha, con la cara más asustada que la mía.
- “Creo que dijo el ¿treinta y seis?”, respondí mirando a la rubia dueña de “la voz” para que me confirme la noticia con un “Sí”, que para mi fue terrible.
Ni mire la mesa. Estaba seguro, nunca juego a tercera docena y menos aún a la última calle.
“Que mala leche”, pensé por dentro mordiéndome el labio inferior.
-“Setenta fichas blancas”, dice “la voz” mientras me estaba yendo con el rabo entre las piernas y una sensación de amargura terrible.
- “¿Quién será el suertudo que clavó dos plenos”, digo bajito masticando la bronca del momento.
“Pero, ¿yo no tenía las blancas?”, pensé.
-“Si, soy yo”, dije casi gritando. Al tiempo que la bella señorita, dueña de “la voz” más importante de la mesa, se le escapaba una pícara sonrisa.
-“Hoy la verdad que tuve suerte, no lo esperaba, nunca apuesto ahí”, le digo para escapar del papelón.
Ahora con las manos y bolsillos llenos (por lo menos para lo que yo considero lleno) decido canjear lo que tenía e irme para disfrutar, ahora sí, de los adoquines, del paisaje, y de lo poco o mucho que me puedo comprar con las ganancias de esa noche.
“Vaya un gallo por tantas gallinas”, diría mi abuelo…
Me despido de aquel enorme lugar, que tantas veces me vio irme prometiendo nunca más volver, y me voy cantando bajito un tango…
“Yo adivino el parpadeo de las luces que a lo lejos
van marcando mi retorno...
Son las mismas que alumbraron con sus pálidos reflejos
hondas horas de dolor...
Y aunque no quise el regreso,
siempre se vuelve al primer amor...”

Su servidor, Dionisio

viernes, 16 de enero de 2009

Algunas de las cosas que odio


No se que hacer de mi vida, estoy en un momento que no se si voy o vengo, si arranco o mejor me quedo. Será por eso que me senté y escribí estas pocas líneas que no me atrevo a llamarlas poema.
Espero las lean y sepan entenderlas...

Odio los lunes, porque tengo que levantarme temprano.
Odio levantarme temprano, porque ando todo el día con sueño.
Odio andar todo el día con sueño, porque nunca me acostumbro en el trabajo.
Odio el trabajo, porque me quita tiempo de mi vida.
Odio mi poco tiempo, porque no me deja hacer mis cosas.
Odio no poder hacer mis cosas, porque así no disfruto mi vida.
Odio pasarme la semana sin disfrutar mi vida, porque se hace más larga.
Odio que se me haga larga la semana, porque nunca llega el viernes.
Odio llegar al viernes, porque me doy cuenta que se me paso la semana y no hice planes para el fin de semana.
Odio el fin de semana, porque descubro que estoy solo.
Odio estar solo, porque me doy cuenta que me odio.
Y me odio por eso.

Su servidor, Dionisio