miércoles, 11 de junio de 2008

Después de tanto palo...


Luego del llamado, agarré mis cosas, sin fijarme demasiado que llevo y que no, y salí en busca de mi Sofía.
No tenía bien en claro a donde iba, solo sabía que me tenía que ir hasta Mar del Plata, de ahí tomarme un colectivo hasta Punta Mogotes, y que cerca del Faro me pasaban a buscar mis amigos.
Y así lo hice, paso a paso, mientras pensaba y pensaba, qué iba a hacer cuando la tenga al frente.
Cuando llegué al Faro, tipo cuatro de la tarde, media hora antes de lo planeado, no había nadie. Sin llegar a impacientarme, como es mi costumbre, traté de mantener la calma, me fui a un barcito que había al frente y me pedí una cerveza helada.
El lugar era muy agradable, mucha gente joven, todos divirtiéndose, un ambiente muy propicio para ir de “soltero”. Chicas muy lindas paseando en “rollers”, pibes jugando al fútbol-tenis, y alguna que otra familia joven disfrutando de las playas.
Yo estaba sentado en una reposera muy cómoda que había cerca del barcito, donde había una sombrilla que tapaba el sol, que para ese entonces ya comenzaba a bajar. Me tomé mi latita de cerveza, y decidí llamar a mi amigo para ver qué había sucedido.
“Uh Dionisio -me dijo-, no sabés tuvimos un problema en casa y creo que esta noche nos vamos a tener que ir”. Cuando me dijo eso, dije por dentro todas las malas palabras que sabía. Pero Gabriel no me dio mucho tiempo para seguir insultando por dentro. “Ya salgo para buscarte y te cuento bien”, dijo.
¿Pero es posible? ¿No voy a tener suerte nunca? Que veneno que tenía.
Cuando ya no se me ocurrían más preguntas tontas, ni reproches para hacer, llegó Gabriel en su autito. Lo saludé con un abrazo y me dijo: “vamos yendo porque hay mucho que contar”.
Cuando nos estábamos yendo me frenó el mozo del barcito. “¡Oiga Don! No se vaya”. Nos miramos con Gabriel y nos quedamos parados, para que nos alcance el hombrecito.
Cuando llega dice el mocito:
- Tiene que pagar la reposera, son $10.
- ¿Quéeeeeee?
- Jajajaja ¿Usaste la reposera?, me dice Gabriel.
- Y si…
-Bueno, vas a tener que pagársela.
Ya estaba re caliente, hacía menos de una hora que estaba ahí, y ya me estaban saliendo las cosas al revés, aún así, decidí conservar la calma, pagar y comerme las cargadas de mi amigo…
Mientras íbamos a la casita, Gabriel me confesó que el padre de su señora estaba medio mal de salud. Cosas que pasan inesperadamente y que causan mucho dolor a los seres cercanos.
Me dijo que ella ya se había ido, que el se quedaba esa noche, pero que era muy probable que al día siguiente salga a la mañana.
“Pero Sofía se queda eh”, dijo, mostrando una sonrisa cómplice.
Trate de hacerme el desinteresado y dije:
-Ah, ¿si? Mira vos.
Y, casi burlándose de mi actitud, me dijo:
- No te hagas el duro, que se que estas muerto con ella.
Y en ese momento, no pude mentirle más y le confesé mi verdad:
- Es, verdad, es que está muy buena. Desde que la conocí, no dejo de pensar en ella.
Así, la conversación fue tomando forma. Gabriel, no se cómo lo hizo, pero supo que yo necesitaba hablar, y con la excusa de mostrarme el pueblo, me dio un paseo que me permitió descargarme.
Al final, me dijo que me tranquilice primero, que ellos tenían la casa por un mes. Sofía se iba a quedar un tiempo cuidando, y ellos, si se solucionaba todo rápido, volvían. Pero que mientras tanto “iba a tener la casa para mi solo”.
Esa última frase que me dijo, me hizo pensar más cosas aún, pero no quería patinarme como la vez anterior.
Al fin, llegamos a la casita. Baje con mi bolsito y con todas las ganas de verla, a Sofía.
Entre a la casa, que de afuera parecía una casita chiquita, chiquita, pero al entrar te encontrabas con una casa muy grande y muy cómoda. Entré al living-comedor, piso de parquet y una enorme biblioteca, en donde, más tarde, pasé horas leyendo, sentado en un viejo pero confortante sillón; que me permitía dormitar, y algunas veces, hasta quedarme completamente dormido, mientras disfrutaba de mis vacaciones.
Al lado, estaba la cocina, muy pero muy amplia. Y allí, estaba ella. Era un sueño, era mi sueño. Estaba de espaldas, con una remera musculosa blanca, que dejaba ver sus ya bronceados y suaves hombros. Tenía además, una mini falda azul que terminó de enamorarme.
Gabriel se me adelantó:
- Sofía, mira a quien te traje…
Yo, muerto de vergüenza le dije un “Hola ¿Cómo estás?”
Ella, con toda la dulzura y frescura, me sonrió y corrió hacia a mi para darme un abrazo. La abracé y me dijo al oido: “Que alegría, no sabés las ganas que tenía de verte”. Con esa frase me mató.
Me llevaron a lo que iba a ser mi pieza durante mi estadía, me acomodé mis cosas, y me tiré unos minutos en la cama a reflexionar sobre lo que estaba pasando.
“Después de tanto pensar, tanto sufrir, reflexionar, meditar, y hasta decidir cambiar muchas de las cosas que soy, llegué aquí”, me dije primero. Y casi sin darme cuenta, cansado por el viaje, me quede dormido, pensando en que tal vez no es tan malo recibir tantos palos, si después viene una alegría tan grande.
Su servidor Dionisio

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