Esa mañana me desperté ya con aquella sensación en el estómago. Me levanté pensando en mis futuros movimientos, desayuné y luego encaré para el trabajo, siempre con la idea fija: qué jugada realizar.
Así transcurrió mi día, con una ansiedad extraña, incomoda, molesta. Lo único que me tranquilizaba era saber que cada segundo que pasaba me aseguraba que le faltaba menos a mi espera y que salvo algo sumamente inesperado a la noche allí estaría, en donde aquellas viejas pero brillantes luces irán marcando mi retorno al lugar que prometí mil veces nunca más volver.
Las manecillas del reloj iban girando, con cada vuelta mi corazón comenzaba a latir más rápido, nada demasiado apresurado todavía, pero se comenzaba a sentir, y cada giro me recordaba a aquel que yo mismo iba a ir a buscar.
Y cuando la última manecilla giró lo suficiente como para liberarme, salí rápido con rumbo claro: mi casa. Allí debía darme una ducha ligera y salir urgente a mi destino final.
¿Si había urgencia? Claro que sí, si en lo único en lo que estuve pensando en todo el día era en ello.
Y así, con esa prisa, casi desmedida, salí perfilado hacia mi rumbo. Mi cabeza, daba vueltas, y una tras otra yo la acompañaba con mis pensamientos y cálculos.Caminaba presuroso por esos duros adoquines que tan finamente decoran las hermosas veredas de las calles de mi ciudad. Pero yo no estaba para disfrutar del paisaje y mucho menos para sentir la delicadeza de esos adoquines, yo sólo quería pisar aquella roja alfombra, la cual diseño y pintó algún poco conocido pero, por lo visto, muy talentoso artista. Me obsesionaba pisarla, deambular sobre esos detalles en negro y verde, que la dejaban aún más espléndida…
Y mientras iba pensando en esa obra maestra, en mi obsesión con ello y con la sensación en el estómago aún más intensa, de pronto:
- “¡Oiga, fíjese cuando anda por la calle!”, me dice un hombre que choqué sin querer.
- “Disculpe”, le respondo.
No podía hacerlo, no podía fijarme en eso, ni en eso ni en nada, en las únicas calles que pensaba era en aquellas calles pintadas sobre ese fino y delicado paño marrón.
Ya no importa nada, ni el camino, ni la gente ni nada, en ese momento estas ciego. No importa ni la distancia ni la compañía. Ciego, sordo y mudo, directo al lugar de las grandes luces y ruidos constantes.
La sensación, entonces, es más grande con cada paso. Ya se siente esa humedad en las manos, característica de la adrenalina que produce sólo esa voz, y que sólo algunos, aunque no tan pocos, sabemos reconocer. Porque es una voz la que domina todo, te dice cuándo podes y cuánto tiempo tenés.
“Y al fin llegué”, pienso regocijándome por la hazaña.
Pero bueno, no fui hasta allá, sin importarme distancias ni escollos, tan sólo para quedarme mirando.
Y todo lo que pensé durante el día se vino abajo, “¿de que vale?”, me digo. “De nada, seguramente”, me respondo. “Esto es lo mismo para todos, y aquí cualquiera puede salir bien o mal parado, no importa cuánto sepas sobre el tema”, pienso en silencio.
Allí estoy solo, y no hay ciencias ni tácticas, tan solo yo y mi “corazonada”. La adrenalina, entonces, se enciende al cien por cien. Sobre todo cuando comienza el primer giro, y yo ya no tengo las manos vacías. Al sudor característico de estos momentos lo acompañaban veinticinco ilusiones, que fueron las únicas que logré comprar con los ahorros de dos semanas.
Cuando aquella voz anuncia que queda poco tiempo mi corazón comenzó a latir aún más fuerte, la desesperación de pronto se adueño de mí completamente y comencé mi travesía.
Me quedaban, luego, tan sólo dos de aquellas ilusiones. “¿Qué las hago? ¿Dónde las pongo?”, me dije entre preocupado y ansioso. Y las dudas se adueñaron de mí, en esos diez o quince segundos que “la voz” me regalaba. “¿Corono este? No, no me alcanza. ¿Y si le pongo pleno? No, mejor medio pleno así abarco más. No queda tiempo… ¿Qué hago?”.
Y en ese preciso instante veo como ya era inminente el momento en que “la voz” anunciaría que ya no podés cambiar nada y que, sin importar lo que esté o quien esté, las cosas iban a quedar así. Así que, casi desesperado ante tamaña situación me lancé por el lugar más cercano que tuve a mano, y sin pensarlo las coloque juntas, una arriba de la otra. Y cuando intenté reaccionar ya era tarde, y “la voz” cantó su tan temible “no va más”.
Allí, en ese momento se abre un túnel, un túnel lleno de ilusiones, de incertidumbres, de adrenalina, de miedos e ilusiones. Lleno de esperanzas que están distribuidas en una mesa rectangular de paño marrón.
Es tal vez por esa corta sensación, que no dura más de un minuto, que millones de personas se acercan a ver qué es lo que sucede allí.
-“¿Cómo le está yendo joven?”, me dijo una anciana que pasaba por ahí y que seguramente vio mi preocupación girando y girando.
-“Ahí estamos abuela, puse todo en esta mano”, respondí amablemente.
Y casi al terminar la frase, veía como esa “bola”, maldita y bendita al mismo tiempo, pegaba un par de saltos, y con cada uno de ellos el corazón de todos los que la veíamos se detenía. No son más de dos o tres segundos, pero en esos pocos el tiempo también se detiene, y comienza a transcurrir lentamente, pero ya es tarde, ya habló “la voz”.
- “¿Ya hablo? ¿Qué dijo? ¿Qué salió?”, dice el pelado de la derecha, con la cara más asustada que la mía.
- “Creo que dijo el ¿treinta y seis?”, respondí mirando a la rubia dueña de “la voz” para que me confirme la noticia con un “Sí”, que para mi fue terrible.
Ni mire la mesa. Estaba seguro, nunca juego a tercera docena y menos aún a la última calle.
“Que mala leche”, pensé por dentro mordiéndome el labio inferior.
-“Setenta fichas blancas”, dice “la voz” mientras me estaba yendo con el rabo entre las piernas y una sensación de amargura terrible.
- “¿Quién será el suertudo que clavó dos plenos”, digo bajito masticando la bronca del momento.
“Pero, ¿yo no tenía las blancas?”, pensé.
-“Si, soy yo”, dije casi gritando. Al tiempo que la bella señorita, dueña de “la voz” más importante de la mesa, se le escapaba una pícara sonrisa.
-“Hoy la verdad que tuve suerte, no lo esperaba, nunca apuesto ahí”, le digo para escapar del papelón.
Ahora con las manos y bolsillos llenos (por lo menos para lo que yo considero lleno) decido canjear lo que tenía e irme para disfrutar, ahora sí, de los adoquines, del paisaje, y de lo poco o mucho que me puedo comprar con las ganancias de esa noche.
“Vaya un gallo por tantas gallinas”, diría mi abuelo…
Me despido de aquel enorme lugar, que tantas veces me vio irme prometiendo nunca más volver, y me voy cantando bajito un tango…
“Yo adivino el parpadeo de las luces que a lo lejos
van marcando mi retorno...
Son las mismas que alumbraron con sus pálidos reflejos
hondas horas de dolor...
Y aunque no quise el regreso,
siempre se vuelve al primer amor...”
Su servidor, Dionisio
viernes, 6 de febrero de 2009
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