Antes que nada, debo de reconocer que no hicimos las cosas como suelen hacerse, y lo de irnos a vivir juntos tan precipitadamente, y sin consultar a nadie, no es lo ideal para muchas personas. Quizá por ello que la visita a casa de los padres de mi novia me tenía tan incomodo y tan preocupado.
Sofía me lo había repetido hasta el cansancio, "Ellos eran las mejores personas del mundo, y seguro que me iban a adorar". Sin embargo esa semana previa del “Gran acontecimiento”, no podía descansar bien, no pegaba un ojo. Tal vez sea por aquella sensación de aquel que sabe que no hizo lo correcto, y que tarde o temprano todo se paga. "Estas como perro que volteó la olla", me decía una vieja amiga, mientras le contaba mi situación.
El hecho es que durante ese tiempo pre-presentación oficial, sufrí como un corderito que sabe que será sacrificado, y que su ejecutor ya está afilando el cuchillo que dará el punto final.
Por fin, y luego de un eterno suplicio, llegó el día. Sofía se despertó radiante, como aquellos amaneceres en el que se pueden notar los primeros rayos de sol en toda la inmensidad del cielo, y en los cuales uno agradece de poder disfrutar de tamaña belleza. Así, así es mi Sofía. Al admirarla, al ver como me preparaba mi desayuno, solo me dejaba lugar a un pensamiento. Solo pensaba en que por esta mujer podía hacer lo que sea, porque ella se lo merecía en todos los sentidos. "Por ella soy capaz de enfrentar cualquiera de sus miedos y de los míos", me dije y tomé valor. Y casi ni me di cuenta del viaje, solo disfrute de mi Sofía, y de que era mía.
Cuando llegamos a la casa de sus padres, salió su mamá a recibirnos. Una mujer de unos 45 largos. Y aunque nunca me atreví a investigar sobre su edad, la llevaba muy bien, conservaba en sus ojos la frescura de aquellas jóvenes recién salidas de la universidad, y una luminosidad en el rostro envidiable para cualquier mujer.
Aquella bella dama, nos recibió con una hermosa y enorme sonrisa, lo que me transmitió una calidez gigantesca que me tranquilizó plenamente, y me permitió no salir corriendo.
Tomó a Sofía de la mano, la abrazó y le dio uno de esos besos que solo una madre sabe dar, al tiempo que le dijo: "Te extrañe mucho mi hijita".
La escena me dejo casi al margen, pero la mujer, muy cortésmente, y secándose una lagrima que caía de uno de sus hermosos ojos miel, me tomó de una mano y dulcemente me dijo: "A vos Dionisio, también te estábamos esperando".
La salude con un beso en la mejilla y antes de que pudiera pronunciar alguna palabra, desde el fondo de la casa se escuchó:
- ¿Cómo? ¿Ya llegó mi chiquita?
Al instante apareció un hombre de unos 50 y piquitos de años, de barba recién nacida y una pequeña melena cana hasta la nuca. Recuerdo que esa primera impresión, me dio cierta tranquilidad, no se muy bien porque, tal vez por lo informal que pareció o no se. El hecho es que este hombre mucho más alto que yo, de espalda y manos enormes, típico “gringo de campo”, se apareció y, como si fuera una muñeca de trapo, levantó del suelo a Sofía y le dio un abrazo que duró el suficiente tiempo como para hacerme sentir que en ese momento esa era “su chiquita”.
Luego me miró, me extendió la derecha, y al tiempo que me estrujaba la mano, me dijo: "Así que vos sos el famoso Dionisio", produciéndose uno de los silencios más incómodos que viví en toda mi vida.
La dulce madre nos invitó a pasar, y nos acomodamos en nuestras piezas, por supuesto que cada uno tenía la suya. A mi me tocó una que evidentemente antes era un taller mecánico o algo similar, ya que todavía había restos de grasa en algunos sectores del piso.
Ya en la mesa, me llegaron no miles, millones de preguntas del estilo: “¿A qué te dedicas? ¿Dónde estudiaste? ¿Pensás estudiar algo más o con eso te basta? ¿Ese trabajo tiene futuro?” y muchas más que prefiero olvidar.
Yo, que soy un tipo con pocas pulgas, pensé en innumerables oportunidades levantarme de la mesa, decirle un par de cosas al suegro e irme. Pero Sofía, no me lo permitía, ¿Cómo podría hacerle eso a ella? No iba a irme, ni iba a hacer ningún berrinche, ni siquiera responder mal, simplemente porque Sofía no se lo merecía.
Respondí, durante todo el fin de semana, a todas las preguntas con el máximo de respeto y educación, mordiéndome muchas veces la lengua. Pero cada vez que flaqueaba, miraba a Sofía o simplemente la recordaba, y me daba fuerzas de nuevo.
Allí, en casa de mis suegros, descubrí que por más adversa que sea la situación, cuando querés algo o a alguien verdaderamente, siempre vas a encontrar fuerzas y vas a salir adelante.
Su servidor, Dionisio.
Sofía me lo había repetido hasta el cansancio, "Ellos eran las mejores personas del mundo, y seguro que me iban a adorar". Sin embargo esa semana previa del “Gran acontecimiento”, no podía descansar bien, no pegaba un ojo. Tal vez sea por aquella sensación de aquel que sabe que no hizo lo correcto, y que tarde o temprano todo se paga. "Estas como perro que volteó la olla", me decía una vieja amiga, mientras le contaba mi situación.
El hecho es que durante ese tiempo pre-presentación oficial, sufrí como un corderito que sabe que será sacrificado, y que su ejecutor ya está afilando el cuchillo que dará el punto final.
Por fin, y luego de un eterno suplicio, llegó el día. Sofía se despertó radiante, como aquellos amaneceres en el que se pueden notar los primeros rayos de sol en toda la inmensidad del cielo, y en los cuales uno agradece de poder disfrutar de tamaña belleza. Así, así es mi Sofía. Al admirarla, al ver como me preparaba mi desayuno, solo me dejaba lugar a un pensamiento. Solo pensaba en que por esta mujer podía hacer lo que sea, porque ella se lo merecía en todos los sentidos. "Por ella soy capaz de enfrentar cualquiera de sus miedos y de los míos", me dije y tomé valor. Y casi ni me di cuenta del viaje, solo disfrute de mi Sofía, y de que era mía.
Cuando llegamos a la casa de sus padres, salió su mamá a recibirnos. Una mujer de unos 45 largos. Y aunque nunca me atreví a investigar sobre su edad, la llevaba muy bien, conservaba en sus ojos la frescura de aquellas jóvenes recién salidas de la universidad, y una luminosidad en el rostro envidiable para cualquier mujer.
Aquella bella dama, nos recibió con una hermosa y enorme sonrisa, lo que me transmitió una calidez gigantesca que me tranquilizó plenamente, y me permitió no salir corriendo.
Tomó a Sofía de la mano, la abrazó y le dio uno de esos besos que solo una madre sabe dar, al tiempo que le dijo: "Te extrañe mucho mi hijita".
La escena me dejo casi al margen, pero la mujer, muy cortésmente, y secándose una lagrima que caía de uno de sus hermosos ojos miel, me tomó de una mano y dulcemente me dijo: "A vos Dionisio, también te estábamos esperando".
La salude con un beso en la mejilla y antes de que pudiera pronunciar alguna palabra, desde el fondo de la casa se escuchó:
- ¿Cómo? ¿Ya llegó mi chiquita?
Al instante apareció un hombre de unos 50 y piquitos de años, de barba recién nacida y una pequeña melena cana hasta la nuca. Recuerdo que esa primera impresión, me dio cierta tranquilidad, no se muy bien porque, tal vez por lo informal que pareció o no se. El hecho es que este hombre mucho más alto que yo, de espalda y manos enormes, típico “gringo de campo”, se apareció y, como si fuera una muñeca de trapo, levantó del suelo a Sofía y le dio un abrazo que duró el suficiente tiempo como para hacerme sentir que en ese momento esa era “su chiquita”.
Luego me miró, me extendió la derecha, y al tiempo que me estrujaba la mano, me dijo: "Así que vos sos el famoso Dionisio", produciéndose uno de los silencios más incómodos que viví en toda mi vida.
La dulce madre nos invitó a pasar, y nos acomodamos en nuestras piezas, por supuesto que cada uno tenía la suya. A mi me tocó una que evidentemente antes era un taller mecánico o algo similar, ya que todavía había restos de grasa en algunos sectores del piso.
Ya en la mesa, me llegaron no miles, millones de preguntas del estilo: “¿A qué te dedicas? ¿Dónde estudiaste? ¿Pensás estudiar algo más o con eso te basta? ¿Ese trabajo tiene futuro?” y muchas más que prefiero olvidar.
Yo, que soy un tipo con pocas pulgas, pensé en innumerables oportunidades levantarme de la mesa, decirle un par de cosas al suegro e irme. Pero Sofía, no me lo permitía, ¿Cómo podría hacerle eso a ella? No iba a irme, ni iba a hacer ningún berrinche, ni siquiera responder mal, simplemente porque Sofía no se lo merecía.
Respondí, durante todo el fin de semana, a todas las preguntas con el máximo de respeto y educación, mordiéndome muchas veces la lengua. Pero cada vez que flaqueaba, miraba a Sofía o simplemente la recordaba, y me daba fuerzas de nuevo.
Allí, en casa de mis suegros, descubrí que por más adversa que sea la situación, cuando querés algo o a alguien verdaderamente, siempre vas a encontrar fuerzas y vas a salir adelante.
Su servidor, Dionisio.